Estar triste en Navidad ya no es un estado para unos pocos solitarios y amargados. Se convierte en una situación que, cada vez más, afecta durante estos días de fiesta. Los contrastes pueden verse agrandados por el constante bombardeo de noticias felices, la publicidad, los mensajes navideños y los ambientes decorados alegremente. Conocer un poco más esta dinámica de pena nos lleva a prepararnos contra ella y, de paso, restarle fuerzas si somos uno de los que la sufren.

Síntomas de la fobia a la Navidad

Fobia significa miedo. Para la Psicología es un miedo irracional o desproporcionado que surge en nosotros y se manifiesta somáticamente.

Es una fuerza de aversión interna que se exterioriza. De ahí que sean normales ciertos comportamientos y hasta dolencias que solo asoman cuando el miedo comienza, pero no el resto del tiempo. Hay que resaltar sus dimensiones de desproporción y de corporalización, para distinguir la fobia de otros tipos de miedo o temor.

¿Cómo se nota, cómo nos lastra a nivel físico? Se suelen señalar 4 síntomas recurrentes: estrés, aversión social, tristeza y compulsión. Pueden aparecer en solitario o como parte de un ciclo. Así lo vemos a continuación.

Un ciclo fóbico que se retroalimenta

Cada manifestación tiene su fuerza motora. Esta no solo le confiere vida, sino que atrae otras manifestaciones. Al final, la fobia a la Navidad tiene muchas caras.

Y no es necesario que aparezcan todas, pero bien es cierto que suelen ir unas de las manos de las otras. Como recuerda el refrán, las desgracias no vienen solas.

Comencemos por el estrés. Suele aparecer antes de las fiestas. Los adornos públicos, los mensajes publicitarios y la cercanía de las fechas inicia un proceso de rememoración.

Miramos atrás y tomamos conciencia del inexorable paso del tiempo, de las oportunidades perdidas, de los propósitos no realizados. Al tiempo, la aproximación de un nuevo año suena al reinicio de un ciclo donde no podremos cambiar nada, sino solo volver a comenzar (y terminar) como siempre.

La situación empeora con el trato o la separación de allegados.

Por el primer caso, la cercanía, uno se compara con los exitosos o se da cuenta de la felicidad de quienes le saludan. Ello conlleva una tristeza acusada, cuando no una rabia encubierta, por todo lo que los demás tienen y uno no. En el extremo opuesto, uno piensa en los que han muerto o en las amistades deshechas. El sentimiento de pérdida irreparable mina la confianza en uno mismo y la realidad. ¿Reacción? Aversión social, reclusión individualista.

La tristeza es normal tras estas tomas de conciencia y es una tónica de los dos puntos anteriores. Como manifestación puede suceder que esta aparezca sin más, sin que sea resultado lógico de lo ya comentado, sino como bajón espontáneo que nos trastoca el paso.

La compulsión es una salida desproporcionada en la que depositamos unas esperanzas tan efímeras como el momento tras su cumplimiento. ¿Cuántas veces no sucede que uno compra, come o bebe como si no hubiera un mañana? Es la válvula de escape inmediata. Pero, tras el desahogo, la comezón de la compulsión reaparece. Y, de su mano, la tristeza.

Abrirse es la solución

Si los males determinantes vienen de una mirada introspectiva sin referencias positivas, lo mejor es establecer un cambio de actitud. Y, a poder ser, antes de la siguiente Navidad. Establecer objetivos concretos, realizables y evaluables a lo largo del año es una primera posibilidad. También la guarda de tiempo para aficiones, tanto personales como en grupo.

Una visión renovada contempla todo lo positivo y las buenas personas que hemos conocido. Agradecer es otro puntal necesario. Colaborar en acciones sociales nos quita de nuestros males y ayuda a combatir los ajenos. Y la religación a la trascendencia abre un camino de insospechadas posibilidades.