A propósito de un artículo publicado por Blasting News, ‘Some like it hot’ y el anti-macartismo en la obra de Billy Wilder, me gustaría aportar algunas observaciones. Podrán servir para complementar dicho artículo, y también para corregir algunas de sus imprecisiones.
Sobre Billy Wilder
Samuel Wilder era un inmigrante que, huyendo de los nazis, recaló primero en París, para después desembarcar en Estados Unidos. Dos carreras inacabadas (una de Derecho, otra de Periodismo) no parecían augurar una carrera brillante. Sin embargo, poseía una aguda inteligencia, que desde joven puso al servicio de la literatura.
Como todo escritor frustrado, se puso a hacer guiones. Más tarde aún, consiguió ponerse tras las cámaras. Nacía, así, una leyenda del Cine, que dejaría en su estela obras maestras como Perdición (1944), El crepúsculo de los dioses (1950) o El apartamento (1960). Sus filmes, independientemente de la temática, poseen un estilo inconfundible, que gravita entre la ironía y la aplicación rigurosa de los cánones que imperaban en el star-system de Hollywood. Se caracterizan por diálogos ingeniosos, así como un humor gamberro e irreverente.
En Wilder, una vez más, se personifica ese tópico de que los más grandes cómicos han de ser judíos.
El gancho de lo picante
El artículo, que ha motivado la presente exposición, alude a Wilder como un director satírico, “comprometido con una línea de trabajo abocada a la denuncia social y política”.
Sin embargo, nosotros, a pesar de haber visto tantas y tantas veces el grueso del trabajo del director austríaco, no vemos por ningún lado esta supuesta faceta política. En Con faldas y a lo loco (1959), Lesly J. López, que es quien firma el artículo, asegura hallar una crítica al capitalismo, y para basar su opinión únicamente alude al hecho de que en el filme hay millonarios con yates (algo que creemos más bien un elemento necesario para el desarrollo de la historia).
En el hecho de que los malos sean gánsteres descubre una crítica velada a la corrupción de la sociedad, y de cómo los poderosos operan impunemente, al margen de la ley, y a expensas de los contribuyentes.
Sinceramente, estas opiniones nos parecen cogidas por los pelos; suenan un tanto forzadas. Y no hay ningún fundamento para lo que sostienen.
Tampoco lo existe de lo que declara el epígrafe: “El icónico filme es probablemente la comedia que con mayor agudeza polemizó sobre la sociedad norteamericana después de la Segunda Guerra Mundial”. De nuevo, es falso. Simplemente por una verdad, evidente a todas luces: la sociedad norteamericana de 1959 era muy diferente de la de los años 20, época en que está ambientada la película. En los años 20, la sociedad sufría por la inflación, estaba al borde de la guerra y sometida a una serie de prohibiciones que, desde luego, no existían en la fecha del estreno de la película. Además, la recuperación económica había ido pareja a un reconocimiento de los derechos fundamentales. En mi opinión, la época fue elegida, más bien, para hacer un homenaje al cine negro amado por Wilder (y con el que comenzó su carrera); para aprovechar la plasticidad del blanco y negro, con la que rueda; también, evidentemente, resulta ideal a efectos dramáticos: enmarca las aventuras de los protagonistas, que se las tienen que ver para sobrevivir con un mundo empobrecido, asediado por los impuestos y lleno de peligros recurrentes, en cada esquina, incluso en un sucio garaje, donde presencian la masacre de San Valentín, lo cual será el vehículo para el desarrollo de la historia.
La única distracción para estos héroes anodinos consiste, acaso, en la música (el jazz), en los pubs clandestinos, donde se podía beber alcohol y, sobre todo, en el sexo.
El sexo, o por decir mejor la libertad de expresión en lo sexual, es el verdadero caballo de batalla de Billy Wilder. Es el trasfondo de la película. A lo que hace referencia realmente su título (Some like it hot). Y de lo que hablan la mayoría de los chistes de forma ambigua.
De hecho, fijémonos en la trama, que da el tono para descifrar el tema. Jack Lemmon y Tony Curtis desean de forma carnal a la misma chica, Sugar Kowalczyk. Se travisten, algo escandaloso en los años 20, para escapar de los gánsteres que los buscan por ser testigos involuntarios del crimen antes aludido.
Así pues, se afeitan y se hacen pasar por dos músicos de una orquesta femenina. Se despiden de la nocturna Chicago y toman un tren, con sus nuevas compañeras, para la soleada Florida. Todas sus peripecias desde ese momento tendrán como objetivo ligarse a la chica de pocas luces y en apariencia fácil, que toca el ukelele y sueña con casarse con un millonario. Recordemos al respecto las tórridas escenas en que una Sugar casi desnuda besa con delectación a Tony Curtis, que finge ser impotente, pero al que se le empañan las gafas con el peso sobre sí de ese complaciente objeto sexual.
Billy Wilder, durante toda su carrera, trató de burlar a la censura cuando se trataba de plasmar, de forma natural, el sexo en la gran pantalla.
Ya lo hizo con mucho ingenio en La tentación vive arriba (1955). ¿Cómo olvidar la escena en que a la rubia “vecinita” se le levanta la falda, cuando se detiene sobre las rejillas que comunican con el Metro? Y para Con faldas y a lo loco contrató los servicios de la misma actriz que protagonizó aquella otra película, el mayor sex simbol conocido, la voluptuosa Marilyn Monroe.
Sólo con ella, Wilder se aseguraría el éxito en esta película, que él consideraba menor en su filmografía. Pues, como él aseguró en su biografía, el erotismo que desprendía la actriz hacía imposible para el espectador no mirar la pantalla, una vez que Marilyn entraba en plano.
Pero el golpe maestro de Billy Wilder contra la censura, y de nuevo en referencia al tema del sexo, lo dio con Irma, la dulce (1963), que versa, con bastante frivolidad, nos parece, sobre el mundo de la prostitución.
La primera escena de la película se convierte en toda una declaración de intenciones. En ella vemos París al amanecer, antes de que se despierten sus ciudadanos y abran los mercados. En una calle, mientras tanto, un empleado de la limpieza borra con el chorro de una manguera una huella dejada en el suelo por la noche que acaba. El plano, cortado, entrado después de tiempo, nos deja ver lo suficiente: los trazos dibujados de un pene y de unos testículos…