En la década de 1960, cuando el color se imponía definitivamente en la gran pantalla, los más grandes directores de todos los tiempos trabajaban al unísono, legándonos a lo largo de esa década y de la siguiente su canto del cisne.
Obras maestras que alcanzaban las máximas cotas en cuanto a profundidad, originalidad y estética de la inteligencia. Obras maestras, firmadas por gigantes de la talla de Fritz Lang, Bergman, Hitchcock, Kubrick, Welles o Kurosawa, inigualadas hasta hoy y que han influido decisivamente sobre las siguientes generaciones.
Es curioso que la madurez del Cine llegara, precisamente, en esos años, cuando los filmes de género de Hollywood habían agotado sus recursos y se experimentaba con un tipo de producción más seria, realista.
Hablamos del cine comercial, claro está, que siguió una línea paralela al desarrollo del cine de autor. Y cuya independencia de los clichés y de los tópicos recurrentes de su época dorada, los años 30 y 40, se debió a un menor control de la censura (la así llamada “caza de brujas” del Comité de Actividades Antiamericanas, dirigido por Joseph R. McCarthy).
Pero sobre todo una nueva libertad de expresión, a la hora de enfocar ciertos temas delicados en el cine, la debemos al cambio de valores que se producía en la cultura, en plena Guerra Fría, etapa esencial en que se establecieron los mecanismos que dirigen la sociedad occidental contemporánea.
Y con el cambio de lealtades, dejó su huella en las tendencias artísticas el existencialismo, como lo evidencian las adaptaciones cinematográficas de obras de Tenesse Williams y la aparición de un cine más natural, rodado sin decorados y sin iluminación artificial.
Un cine agridulce, sin pretensiones, producido con bajo presupuesto y que hoy reconocemos con el nombre de independiente. En Estados Unidos, se fraguó de la mano de John Cassavettes (el inolvidable protagonista de La Semilla del diablo). Y en Europa, a través del trabajo en la dirección de antiguos críticos de la revista Cahiers du Cinema, François Truffaut y Jean Luc Godard.
El cine hoy
Según consenso de los cinéfilos, Bonnie y Clyde (1967), de Arthur Penn, marca el punto de inflexión hacia el cine actual, en cuyo realismo pesimista harían hincapié las siguientes producciones hollywoodienses, entre cuyos títulos destacamos para nuestra exposición Cowboy de medianoche (1969), de John Schlesinger, El padrino (1972), de Francis Ford Coppola, Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), de Milos Forman, y Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese.
En los insípidos títulos escogidos, se hace acopio del lenguaje vulgar, se afronta la sexualidad, así como la delincuencia, sin ambages y se abusa de la violencia explícita. Como contrapartida, hay un esfuerzo por parte de los nuevos actores: Marlon Brando, Al Pacino, Robert de Niro o Jack Nicholson- en lograr interpretaciones convincentes. No sin razón, pues todos ellos representan ejemplos del método de interpretación Stanislaski, aprendida en el neoyorkino Actor’s Studio, donde algunos fueron eminentes miembros.
Pero siguiendo el hilo de nuestra argumentación, veremos que incluso este realismo que separa el cine clásico del actual permea al género de terror, por ejemplo El exorcista (1973), de William Friedkin, o a la comedia, por ejemplo El graduado (1967), de Mike Nichols.
En este clásico, se deja entrever el cambio de valores que estaba plasmando la pantalla, pues el humor ha dejado de ser “blanco e ingenuo” (sólo hay que compararlo con su contemporáneo Jerry Louis, o con las comedias románticas de moda, las de Doris Day y Rock Hudson). Y se transforma en un humor mordaz e irónico; una secuela más del pesimismo inherente a una visión materialista de la sociedad.
Y eso no es todo. A lo largo de los años, esta tendencia en el cine comercial dará lugar a un subgénero, que yo llamo el cine deportivo o de superación, que comienza con Rocky (1976), de John G. Avildsen, y que aún posee ciertos ideales. También al aciago cine de acción, que comenzó con los filmes de medio pelo de persecuciones de coche, con los filmes de artes marciales (de herencia japonesa), con los de narcotraficantes y que vivirá su edad de oro en los ochenta, con unas producciones sangrientas, en los lindes del hardcore y el gore.
Su máxima estrella será el musculoso Schwarzenegger.
Estas cualidades, por llamarlas eufemísticamente, están muy acentuadas hoy. Y como se puede comprobar en la cartelera, el cine comercial se ha vuelto más escéptico que nunca. Como los directores no quieren pasar por ingenuos, insuflan a sus películas de realismo, de dramatismo, del fácil recurso del sentimentalismo. Las comedias resultan más zafias.
Las de terror han degradado a simples compilaciones de sustos. Y las serias, han cobrado, inesperadamente, ínfulas a las que no tienen derecho. Los grandes mensajes, las declaraciones sinceras y sin tapujos, que pueden caracterizar a los grandes realizadores, pasan a segundo plano, para que no se acuse a nadie de subvertir el orden establecido.
La ideología debe ser imparcial, políticamente correcta y al servicio de las ideas consensuadas, que inculcan homogeneidad, para que todos piensen y actúen igual. Los personajes, por ello, por esta estrechez de miras, son buenos o malos. No hay matices; responden a estereotipos. Los finales, asimismo, son previsibles. Además, las incidencias, los enredos, los detalles intrascendentes se potencian; es decir, los rasgos circunstanciales.
Así creen conseguir algo más inteligente. Pero ocurre lo contrario. Un cine tedioso, lento, hijo de su tiempo y poseedor de los tópicos acostumbrados. Que debe apoyarse en la imagen, en los efectos especiales (o dentro de un marco más serio, en los continuos giros de la acción) para sorprender; para que el espectador no abandone su butaca.
Pero este cine deja indiferente. No hace sentir al espectador bien ni con el mundo ni con su vida. Ésta es la razón por la cual las actuales superproducciones, a pesar de su presupuesto millonario, de los efectos especiales, de los grandes profesionales que componen su equipo de producción y de la sofisticación de sus puestas en escena, no igualen los logros de las viejas películas, que, aunque más baratas, daban su prioridad a los guiones, pues comprendían su importancia.
Y es que el cine clásico no debía su sobriedad a la falta de medios, sino a un lenguaje narrativo claro, que para comunicar su historia, no debía resaltar aspectos secundarios en exceso, ni perderse en digresiones. Un cine que podía jugar con los tópicos, de forma inteligente, porque con ellos creaba complicidades con el espectador, que podían romperse; puntos de partida que, acaso, se abandonaban durante el viaje.
Un cine que, excepto en el género histórico, no era pretencioso, llevando adelante una economía de los medios, que, al igual que ocurre en el plano secuencia, o que en el suspense, focaliza mejor la atención del espectador sobre la pantalla (un exceso de efectos especiales, por el contrario, conduce a la extenuación).
Un cine que no caía en la demagogia, ni seguía consignas políticas, de modo encubierto, como hacen en la actualidad, por ejemplo, los mediocres filmes de Clint Eastwood. Un cine, en definitiva, lleno de ideales, que apostaba por el orden en la sociedad, que condenaba el mal y que ponderaba la ética como norma para regular todas las acciones humanas.
Y éste tipo de cine se sigue reeditando en los sucesivos formatos de reproducción; los videocasetes renacen en Dvd y BluRay.
Mientras tanto, las películas de hoy son de usar y tirar. Pese al gran aplauso con que son estrenadas, y pese a las favorables críticas que reciben, son olvidadas por el público al poco tiempo de su estreno.