Chaplin siempre fue un precursor a la hora de enunciar temas tabúes. Ya en su corto La Calle de la paz (1916), de la productora Mutual, observamos por primera vez en el Cine, una alusión a las drogas. En efecto, vemos a su hermanastro Sydney interpretar a un drogadicto. En un sótano, a escondidas de todas las miradas, se clava una jeringuilla. Dicho en argot, para “meterse un viaje”.
La trilogía satírica
Tenemos que esperar hasta 1936, a una película sonora para encontrar una verdadera sátira, consciente y deliberada por parte del realizador británico.
Se trata de Tiempos modernos. En ella, denuncia todos los temas, que según sus más íntimos colaboradores, le roban el sueño desde hace años: el paro, la inflación, la desnaturalización de la sociedad, la industria, el auge del fascismo… Su escena más emblemática es aquella en la que Charlot es engullido por una máquina en la fábrica en la que, a la sazón trabaja. Acto seguido, vemos al obrero deslizarse y rodar entre los engranajes de la inhumana máquina, símbolo del capitalismo.
También quisiera hacer alusión a otras dos escenas brillantes, que dan fe del ingenio de Chaplin. La primera, es con la que se abre la película después de los créditos. Vemos en plano a una muchedumbre gris y uniforme de personas por una vía pública.
Dentro del mismo plano secuencia, se superpone otra imagen: ¡La de un rebaño de ovejas!
La segunda escena a destacar es la de Chaplin en la calle, después de ser despedido. En ese momento, pasa por donde se encuentra una manifestación popular. Chaplin, sin pretenderlo, se ve rodeado por los manifestantes, que empuñan pancartas con la palabra ‘libertad’ en diferentes idiomas.
En ese mismo instante, de un camión se cae una tela roja asida a un palo. El vagabundo, como ciudadano ejemplar, la recoge del suelo y la enarbola para llamar la atención del conductor del camión. Y, de este modo, aparece Chaplin en la pantalla, como líder del comunismo (cuyo símbolo era una bandera roja) y guiando al pueblo, a los manifestantes, hacia la libertad.
También es original el uso del sonido. La película es sonora, con una inspirada partitura compuesta por el realizador. Pero lo interesante estriba en que los letreros, como los de la época muda, nos revelan los diálogos de los personajes. Con una excepción. La radio, la publicidad y el jefe de la fábrica de acero. Es decir, en la película sólo tienen voz aquellos mecanismos que, según Chaplin, determinan al ciudadano. El individuo, ante ellos, pierde su identidad, se convierte en un simple número administrativo y está sujeto a la explotación laboral. Por eso, al final Chaplin canta, pues ha conseguido trabajo en un restaurante donde hay variedades. Pero la letra de la canción es un galimatías.
Nadie le puede entender. Así pues, su futuro es incierto. Como plasma el precioso desenlace, en el que el vagabundo y su pareja, cogidos de la mano, caminan hacia el horizonte al amanecer
La siguiente película será aún más subversiva. El gran dictador (1940) es una sátira genial de los regímenes totalitarios. Chaplin encarna el doble papel del dictador “tomano” Hynkel y el de un barbero judío (los nazis pensaban, erróneamente, que Chaplin era de procedencia judía). Ambos son, por ironía, iguales físicamente. Lo que, después de algunas divertidas peripecias, llevará al judío, por una confusión de identidades, a la frontera, donde se encuentran acantonadas las fuerzas enemigas.
El ejército, representado en la pantalla por autómatas sin voluntad, espera órdenes para invadir el mundo y erradicar todo vestigio de libertad en el hombre.
Sin embargo, Chaplin, en ese instante abandona la interpretación, lo vemos cambiar de expresión y pronuncia un emotivo discurso, sin duda el más bello y apasionado jamás proyectado en el cine.
No hay que olvidar que esta película se rodó y se estrenó cuando la Segunda Guerra Mundial había ya comenzado. Y cuando el resto de la industria hacía oídos sordos a la crisis. Mostraba en sus musicales y en sus elegantes comedias a la carta un estado próspero, radicalmente diferente al que estaba trastornando a la sociedad y derramando la sangre de millones de seres humanos.
Esta valiente y sincera película es un hito en la historia del cine. No solo por sus cualidades artísticas, indiscutibles, sino por su alegato a favor de la paz, realizado cuando la gente más necesitaba oír palabras de consuelo, de esperanza, en el momento justo en que los nacionalsocialistas alemanes se alzaron con el poder, desatando una cruda amenaza contra la democracia.
El gran dictador no fue producida por ningún estudio de Hollywood. Chaplin asumió personalmente los gastos de su propio bolsillo, aun sabiendo que ello podía suponer la bancarrota. Pero no se limitó a denunciar la corrupción. Además, tuvo la audacia de burlarse memorablemente de Hitler y de Mussolini, a los que parodia con mordacidad en la película. Y lo hizo, sorprendentemente, mientras éstos estaban vivos y suponían una amenaza para su seguridad personal. Recordemos la significativa escena en que Hynkel juega con un globo terráqueo, mientras lo mira con codicia y que, al final del juego, le explota en la cara.
Pese a los riesgos, Charles Chaplin parecía destinado a realizar esta soberbia película.
El mayor cómico del mundo había de ridiculizar al mayor enemigo público, restándole con ello parte de su prestigio. De hecho, he aquí una escalofriante casualidad, prueba de los meandros del destino: Chaplin nació en la misma semana, del mismo mes y del mismo año que el dictador alemán.
La siguiente película fue Monsieur Verdoux (1947), que está basada en hechos reales, en la historia del barba azul Henri Désire Landru. Orson Welles preparaba un filme sobre la vida del asesino en serie francés, y quería embarcar a Chaplin en el proyecto, ofreciéndole el papel protagonista. Chaplin, entusiasmado, le compró los derechos, a cambio de mencionarlo en los créditos.
Así pudo rodar una película inclasificable, probablemente el mejor trabajo de su carrera.
En esta comedia negra, Henri Verdoux es un gris cajero de banco que, tras treinta años, es despedido. Para mantener a su mujer y a su hijo, se ve impelido a un curioso negocio: casarse y asesinar a viudas ricas. Cuando al final se arruina por el crack de la bolsa de 1929, y que pierde en una desgracia a su familia, un Verdoux transfigurado y sin motivaciones se entrega voluntariamente a la policía.
En el juicio, explotado por las sanguijuelas de la prensa, Verdoux alega como justificación a sus crímenes un discurso que, si bien cínico, no carece de verdad: “La sociedad, ¿no fomenta también el asesinato? ¿No invierte cifras fabulosas en armamento, con el único objetivo de destruir hombres, mujeres y niños?
Por un asesinato, eres un criminal. Por miles, un héroe. ¡Las cifras santifican!”.
La originalidad de esta película despunta ya desde su primera escena, en la que se ve la tumba del protagonista y luego oímos su voz, que de modo irónico relata su historia. A esta cualidad hay que sumar el excelente guion y los bien trabados gags cómicos (los repetidos intentos de Verdoux por asesinar, sin éxito, a una mujer insoportable, pero afortunada).
Hay una escena con esa fragancia que tiene lo irrepetible: Chaplin, para probar la efectividad de un nuevo veneno, recoge de la calle a una mujer joven, a todas luces inocente, que no tiene a dónde ir. Es de noche y se resguarda de la lluvia en un portal. Sabemos lo que le va a pasar.
Nos aterra la falta de escrúpulos del criminal. Pero todo sigue su curso. Y el suspense llega a un inesperado desenlace cuando Verdoux oye una anécdota de labios de su víctima.
Otra escena memorable es anterior en el metraje. Un farmacéutico amigo da a Verdoux la receta del veneno, que no deja rastros en el organismo. Se encuentran en casa de éste, en una apacible tertulia familiar. Bromean con la idea de que un asesino despiadado use, para sus fines personales la fórmula. Y cuando se plantea la cuestión de sobre quién hacer el experimento, para saber si funciona, Chaplin da el toque de gracia: “Es muy sencillo –exclama-. Se coge a un vagabundo cualquiera, y se le da a probar [mezclado en vino]”.
La alusión al vagabundo para su público debía ser inequívoca. Y el solo pensamiento de que el personaje más querido de la gran pantalla, Charlot, fuera asesinado por su artífice es una sutileza de la más refinada crueldad, que debió sobrecoger a sus fans.
Cada vez más, verán en el realizador no al cómico que les hizo reír, al payaso que dignificó el cine. No verán más al vagabundo entrañable, que se quitó su atuendo tras El gran dictador. Sino que considerarán al realizador como una persona peligrosa, como un indeseable, que ataca los valores establecidos.
Chaplin sabía que con su actitud crítica estaba perdiendo el favor del público. También que su imperio se acababa. Por eso, en la escena final de Monsieur Verdoux vemos a Chaplin retomar sus andares de pingüino, en alusión al personaje que le hizo célebre y que ahora, por decisión del jurado popular, iba a ser ahorcado…
La bofetada final
Como era de esperar, Monsieur Verdoux resultó un fracaso en taquilla.
Además, en palabras de Jerome Larcher, de Cahiers du Cinéma, “el cineasta se convierte en el principal blanco de los ataques de unos Estados Unidos cuya paranoia crece con la Guerra Fría, y que desprecia a un artista que nunca ha querido solicitar la nacionalidad americana”.
La polémica adquiere tal magnitud que en el Congreso un tal John Rankin exige la expulsión del cineasta y el boicot a sus películas, en nombre de la protección a la juventud. En julio de 1947, Chaplin se niega a comparecer ante la Comisión de actividades antiamericanas.
Durante meses siguen las intimidaciones, mientras aquel se defiende en la prensa. A causa de la deportación de un amigo compositor, Hanns Eisler, Chaplin se indigna acaloradamente y escribe un telegrama a Pablo Picasso. Le anima a organizar una manifestación de protesta frente a la embajada de Estados Unidos en París.
La Asociación de antiguos combatientes culpa entonces a Chaplin de ser un traidor al país, por recurrir a un comunista declarado para interferir en un asunto nacional. En medio de este contexto, el actor decide marcharse a Inglaterra, para rodar allí con tranquilidad su crepuscular Candilejas.
A pesar de haberse sometido a un humillante interrogatorio por parte del FBI, para obtener el visado de retorno, cuando en 1952 decide volver, después del estreno de su último film, se le comunica que se le han cerrado las puertas del país. Si decide volver, “será puesto bajo arresto por tiempo indefinido”.
Es entonces cuando el cineasta renuncia a trabajar en los Estados Unidos y fija su residencia y la de su familia en Suiza.
En este caso, el refrán “el que ríe el último, ríe mejor” puede aplicarse perfectamente a la situación. Pues Chaplin, lejos de arredrarse, concibe una nueva película, que supondrá el golpe más contundente contra la sociedad que anteriormente le había acogido.
Un rey en Nueva York (1957) es la sátira más insidiosa de Chaplin. Debido a una revolución, el rey destronado Shavdov llega a Nueva York. No tiene dinero, pues sus valores los ha robado el primer ministro. Espera contactar con la Comisión de Energía Atómica, para transmitirles sus ideas sobre el uso de esta energía, enfocadas a crear una utopía. Sin embargo, sus planes son enseguida desestimados y, sin fondos, se ve obligado, aprovechando su reciente popularidad, a hacer anuncios. Es decir, a formar parte del mecanismo capitalista.
La película es un tanto irregular, pero tiene momentos tronchantes, como cuando Shavdov decide hacerse un lifting, para remozar su imagen. Las diatribas que vertebran esta desconocida joya están bien integradas en la historia. De su amarga picadura no se libra la cultura pop, ni la televisión, ni la publicidad, ni el uso bélico de la ciencia, ni el cine comercial, ni la cirugía estética. Y ni siquiera el hecho controvertido, que acababa de aparecer en esos años, de la transexualidad.
Un rey en Nueva York es una obra políticamente incorrecta, que llega a su apoteosis cuando Shavdov, que ha sido citado por el Comité de actividades antiamericanas, empapa con el chorro de una manguera, a causa de un accidente (que no podemos detenernos a detallar), primero a los letrados. Después al tribunal...