En la meca del Cine, el distrito de Hollywood en Los Ángeles, se vienen dando unos premios desde 1929. Son los Oscar, concedidos por la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas, organización fundada con el propósito de evaluar la calidad cultural y técnica en la realización de películas.

A la ostentosa ceremonia, celebrada en el Teatro Kodak, llegan las estrellas refulgentes de la pantalla. Después de descender de sus limusinas, desfilan por la alfombra roja, ante los vítores de los fans. Mientras tanto, la prensa inmortaliza, con sus flashes, a los galanes de moda, que posan con sus fracs, y a las efébicas actrices, sonriendo forzadamente, girándose para mostrar su espalda, mirando seductoramente y volviéndose a girar, para quedar estáticas, con un brazo en la cintura, una pierna adelantada y embutidas en vestidos de noche confeccionados para ellas por los más prestigiosos diseñadores.

Los Oscar

Los Oscar reciben su apodo por el comentario de una bibliotecaria de la Academia, que comparó la antropomorfa figura del premio, por su parecido, a un tío suyo de ese nombre.

Entre las primeras películas que recibieron un Oscar estaba la bellísima Amanecer, de Murnau. Desde entonces, se han ido concediendo, anualmente, añadiendo progresivamente más categorías, para cubrir a todos los implicados en el proceso cinematográfico. Por ejemplo, según cuenta la leyenda, el Premio a la mejor película extranjera se concibió, ex profeso, en 1951, para gratificar los méritos de la magnífica Rashomon.

Podemos creer que, anteriormente, estos premios podían ser el resultado de las honestas votaciones de una serie de expertos críticos, que conocían bien el medio.

De hecho, habla por sí solo el hecho de que las películas premiadas hace décadas sean clásicos que se siguen consumiendo, lo que refuerza la validez del criterio elegido.

Sin embargo, cuando se trata de películas recientes, la cosa cambia… Entran en juego otros factores, como pueda ser fomentar a nuevos actores, cuyas carreras despuntan, consolidar a los antiguos o recompensar el éxito en taquilla.

Es bien sabido que, en esta sociedad, se premia la popularidad, no el talento. Y cualquiera que sea el galardón, y cualquiera que sea el campo al que vaya dirigido, se concierta en connivencia, en este caso con las productoras, para promocionar a la entidad galardonadora.

¿Por qué?

Para atraer las miradas del mundo hacia las galas que conceden estos premios.

Los Oscar deben ser tanto o más importantes que las propias películas. Gracias a sus ceremonias, y a la minuciosa puesta en escena, los ídolos de la pantalla se dan a conocer, despliegan todo su glamur y obtienen contratos astronómicos con marcas publicitarias, que son, no nos engañemos, las que deciden qué estrellas están o no de moda y, por tanto, cuáles seguirán en el negocio.

Echemos la vista atrás, a los tiempos menos mercantilistas del cine, cuando los grandes escritores escribían guiones y los directores eran gente de mundo, hecha a sí misma. Entonces podíamos admirar actores natos, con garra, aquejados de extravagancias, de manías, pero poseedores de rostros inolvidables, de anécdotas increíbles, casi librescas; en definitiva, poseían carisma, algo tan escaso en todos los que los sucedieron.

Sólo basta con mencionar algunos nombres, y pondremos en olvido a los que hoy cobran sueldos fabulosos: Audrey Hepburn, Humphrey Bogart, Marilyn Monroe, Charles Chaplin, Bette Davis, Robert Mitchum, Lana Turner…

Además, para empeorar el panorama, las únicas leyendas en activo, Tarantino, Woody Allen y Tim Burton, ya han cosechado lo mejor de sus carreras en la juventud. Así que nos queda un escenario vacío, donde faltan creadores y actores que sean algo más que una cara bonita.

También falta mucha originalidad, como lo muestra el patético museo de remakes, secuelas y precuelas. Por no hablar de la última moda en la pantalla: las películas de superhéroes. Eso sí, realizadas sin creer en sus historias.

Tratadas desde cierta distancia, desde el desengaño. En la penumbra, con colores apagados.

El cine comercial no tiene por qué ser antónimo de calidad. Ni debe tomarse las cosas tan en serio, que no pueda volver a producir un musical si éste no es dramático, costoso y banal. No debería ser la regla para ganar un Oscar interpretar un papel de disminuido, de enfermo terminal o el hecho de engordar veinte kilos, por exigencias del guión.

No se debe olvidar que las películas, ante todo, deben entretener. Que son un producto para las masas. Pero, además, deben enriquecerse de valores, deben enseñarnos (un ejemplo, una historia que nos haga pensar, una experiencia edificante), para que sean duraderas.

Tienen que regalarnos imágenes, que se queden grabadas en la retina.

Con ellas, podemos cambiar nuestro estado de ánimo. Alegrarnos, recuperar la fe en la vida. Podemos volver a enamorarnos. Podemos incrementar la curiosidad por lo que nos rodea. Podemos conocer al hombre. O volver a sentirnos niños.

Tal y como hizo ese género multidisciplinar, que nació como orientación hacia el cine familiar y que aligeraba diferentes géneros. Así, Indiana Jones con el cine de aventuras, o Un hombre lobo americano en Londres con las cintas de monstruos.

Pero hubo una rama que fue especialmente fructífera en los años ochenta. Se inició con La guerra de las galaxias (1976), de George Lucas, y oscilaba entre la fantasía y la comedia, rindiendo cuentas aquí y allá a la ciencia ficción.

Nos dio entrañables títulos, como E.T., La historia interminable, Regreso al futuro, Los Gremlins o Cortocircuito 2. Género que acabaría confundiéndose con el cine infantil.

En el curso de una cena, Nicholas Ray preguntó a Luis Buñuel el secreto de su libertad como realizador. Nuestro aragonés, probablemente el mejor director que haya habido jamás, respondió al estadounidense: “Soy barato”.

Lejos del chascarrillo, se esconde una lección profunda. El cine, si lo hemos de considerar un arte, no debe tener como objetivo el éxito en taquilla. De hecho, cuando una película de Buñuel obtenía beneficios, él se preguntaba, apenado, qué había hecho mal. Porque el arte no lo asimila la mayoría. Incumbe a la sensibilidad.

Y porque, para gustar a muchos, hay que hacer compromisos. Delegar autoridad. Ceder a las presiones de los productores. En definitiva, dejar de ser uno mismo. Y de renunciar a expresar el mundo interior.

Porque el cine, decía Buñuel, es una mirada a ese interior, al que es peligroso “asomarse”: el mundo irracional de los deseos. Haciendo un paralelismo, la proyección en la pantalla se parece a nuestro dormir. Primero, la oscuridad. Después, una serie de imágenes en movimiento, parpadeantes, que nos revelan lo que somos…