A medida que me acuesto al lado de mi hermano se empiezan a sentir los gritos de los pacientes que se encuentran alojados en las piezas de al lado. Por suerte, la habitación de él no es compartida y se duerme rápido a causa de las pastillas que estaba tomando, evitando toda chance de escuchar los ruidos. Todos los otros sectores son compartidos y en el pabellón se puede ver gente de todas las edades. Desde ancianos que rozan los 80 años, hasta jóvenes de 20, el Hospital Geriátrico está colmado de personas.

A todo esto los gritos no paran, los pacientes claman por agua o comida y las enfermeras del sector hacen caso omiso a los pedidos.

Entre mate y mate, los encargados de tener satisfechos a personas que pagan por el servicio se dedican solamente a hablar entre ellos, encerrados en sus pequeños mundos.

Campanas en la noche

Alrededor de las dos de la mañana mi hermano se despierta. Medio dormido medio consiente me comenta que “no quiere estar más en ese lugar”. Preso de la incertidumbre, no encuentro palabras para explicarle que su alta depende de la psiquiatra encargada de revisarlo día a día. Sin embargo, en mi cabeza no dejo de pensar como podrán evaluar a alguien al que tienen medicado todo el día, alguien que no es capaz de mantenerse despierto por más de dos horas. El motivo por el cual mi hermano ingresó al hospital es secundario, pero sí estoy seguro que, antes, eso no le ocurría.

Cuando el reloj marca las cuatro, no aguanto más. Por mí mismo decido recorrer los pasillos del hospital. Al salir de la pieza me imagino en una película de terror. Las puertas de las habitaciones están semi abiertas, algunos pacientes todavía están despiertos y otros duermen como bebés. La luz se prende y apaga constantemente y el silencio comienza a ser protagonista de la situación.

Al entrar en el baño pienso: “¿Es verdad que estamos acá? ¿qué ser humano podría mantenerse cuerdo en este lugar?

Pero los pacientes no están solos, los perros que recorren el lugar me hacen compañía mientras tomo una coca en medio del insomnio obligado que me acecha. Los ladridos ocasionales de éstos animales rompen con el silencio y las enfermeras comentan que no los aguantan mucho.

Al finalizar mi gaseosa el amanecer comienza a tocar la puerta de un lugar que ni el más malvado podría atreverse a concurrir. Los gritos hace mucho cesaron, los pacientes duermen plácidamente y mi hermano ya tiene un poco de paz, es hora de intentar dormir un rato.

El esperanzador amanecer

A las siete de la mañana todos se despiertan con las voces de las enfermeras que los levantan, se toman las determinadas pastillas y se dirigen a desayunar al lobby del sector, en el cual el sol penetra por las ventanas que se encuentran completamente abiertas. Afuera, los pastizales están cubiertos por un alambrado y no hacen más que brindar deseos de salir a los pacientes que, añorados, piensan en una futura salida cuando se encuentren mejor.

Al terminar el desayuno algunos pacientes salen a caminar por el pequeño patio que no debe medir más de diez metros de ancho y cinco de largo. Otros toman mate en sus sectores y con mi hermano nos acostamos en el sol, hablamos de sus sueños, sus metas que duda en cumplirlas por su enfermedad y el deseo de irse a vivir al campo. Mientras, esperamos que la psiquiatra encargada de su tratamiento venga a verlo. Sin embargo, esta señora nunca viene y con mi hermano nos preguntamos: ¿cómo podrá hacer un diagnóstico si sólo vino una vez a verme desde que estoy acá?

A pesar de que hay un psiquiatra encargado por paciente, los psicólogos y médicos se intercalan todos los días y no se lleva un seguimiento continuo de la persona involucrada.

Tal como pasó con mi hermano, hay muchos internados que no son tratados de la forma que deberían serlo. La suerte que tiene mi hermano de que vayamos a visitarlo todos los días es una excepción. La mayoría de los que viven allí se encuentran en condición de abandono, soñando con una utopía de libertad que difícilmente llegará.

Alrededor de las nueve de la mañana mi hermano se empieza a poner nervioso e impaciente y mi mamá se encuentra intentando hablar con su psiquiatra en la entrada. La incertidumbre nos rodea de nuevo y la decisión está en manos de ella. La doctora no desea darle el alta, pero mi mamá se encarga de que lo haga. Estamos atrapados en un lugar que en vez de calmar a mi hermano lo pone más paranoico.

A medida que las horas corren todo sigue igual, pero, por suerte, al llegar el mediodía deciden otorgarle el visto bueno para que salga del Hospital.

Cuando mi mamá me comunica la decisión por teléfono, con mi hermano nos abrazamos y nos sentimos aliviados, logramos sortear un lugar que poco contribuyó a la cordura de todos. Luego, recogemos sus cosas y, paso a paso, nos vamos dirigiendo a la puerta de salida. Los pacientes nos miran, algunos con cara de nada y otros pidiéndonos algo para comer. Todo forma parte del imaginario colectivo que se vive dentro del lugar.

En la salida nos espera un amigo de él que nos vino a buscar en su auto. Después de muchos días sin verlo, mi hermano se funde en un abrazo y se emociona como un niño que prueba su primer dulce al verlo.

El recorrido se hace rápido y, al llegar al departamento, nuestro perro salta a buscarlo, ha llegado su dueño. Todo parece estar mejor, todo volvió a la normalidad...

Todo puede mejorar

Después de varios días de búsqueda mi mamá logra conseguir una psicóloga que parece distinta a las demás y decide atender a mi hermano. Sus formas de relacionarse con él y de intentar que mi hermano se abra con ella son únicas. Con la simple cualidad de escuchar, la doctora logró lo que nunca antes nadie había podido hacer: comprenderlo e intentar calmarlo. Tras idas y vueltas con una psiquiatra que pocas veces hizo algo más que recetarle pastillas, él se encuentra mejor y, por mal o bien que venga, comprendió que ésta es una enfermedad con la que tendrá que convivir todos los días de su vida.

Sueños de libertad

Rehabilitado de las múltiples pastillas que sólo se dedicaban a darle sueño y mucho hambre, mi hermano se siente un poco mejor y piensa que la vida no es un lugar tan malo después de todo. Pero yo no puedo dejar de pensar en todos esos pacientes que se encuentran a la intemperie de un sistema que les abandonó hace mucho tiempo. Ancianos que fueron olvidados por sus hijos o nietos, adictos a la droga, alcohólicos y otros más, son dejados de lado, forzados a tomar remedios que los mantienen sedados, sin capacidad de discernimiento y con una depresión constante frente a un Hospital que volvería loco a cualquiera en cuestión de semanas.

Sus paredes deterioradas, la comida deplorable y el encierro no hacen más que contribuir a la locura de los pacientes.

Bajo la oscuridad continua y una humedad que los acompaña en todo momento, quienes se encuentran alojados allí están destinados a la demencia.

Lamentablemente, las autoridades superiores no hacen nada por controlar al Hospital y los psiquiatras y psicólogos de la institución poco hacen por mejorar algo, tratando como números a las personas. Librados al abandono, los pacientes no tienen otra que sobrevivir, soñando con esa utopía de libertad que muchos sueñan a través del alambrado por el que se visualiza el pastizal en la casa de enfrente.