José se levanta temprano alrededor de las siete am., se hace un desayuno y se sube a su auto para comenzar un viaje de dos horas hasta el centro de South Beach, en donde recurre a la agencia que le contrató para trabajar de housemen en un famoso hotel de Miami. Antes de llegar a la ciudad, él era ingeniero en Venezuela y además poseía muchos restaurantes alrededor del país.
Con la crisis venezolana en la era post Chavez, José tuvo que vender todas sus propiedades y con el dinero se compró un pasaje de avión a Estados Unidos. Además, pudo juntar lo suficiente para comprarse un móvil y alquilarse una casa por unos meses, hasta que algún trabajo le permita asentarse en el lugar.
La situación de José es similar a la de muchos venezolanos que emigran hacia el norte de América, entre sueños frustrados y ante el intento de evitar lo que se avecina para ellos. Buscando sortear las devaluaciones y los secuestros a familiares, a los venezolanos que trabajan en Estados Unidos siempre les persigue su sombra y sus parientes dependen enteramente de ellos. A veces sin siquiera saber ingles, ellos son contratados por hoteles o restaurantes que necesitan gente en los rubros de limpieza, atención al cliente y mantenimiento de mesas.
Según cifras del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Venezuela se ha convertido el país con mayor número de peticiones de asilo a Estados Unidos, situación que estos están manejando muy bien, brindando servicios y facilitando el ingreso de los vinotintos al lugar, además de ayudarles con refugios y comida para que no pasen hambre.
En busca de un mejor mañana
Seducidos por los bajos salarios y las contrataciones ilegales, las cadenas hoteleras y de comidas encuentran en los inmigrantes latinos el empleado perfecto al que lo pueden explotar, pagándoles poco y (en muchos casos) despidiéndolos sin motivo alguno. Con un seguro social y una tarjeta verde de ciudadanía falsas, los inmigrantes pasan desapercibidos y son contratados por cualquier restaurante en South Beach.
A pesar de estar al tanto de sus irregularidades e ilegalidades, estos les dan trabajo y algunos les cuidan, pero otros no. Las obras sociales son casi inexistentes y las atenciones médicas son difíciles de afrontar puesto que la gente como José gana poco. Además, José cuenta que el dinero que no lo usa para el alquiler y la comida lo manda a Venezuela, en donde lo reciben sus padres para poder sobrevivir en un país en el que la escasez de alimentos y productos básicos es moneda corriente.
Otra de las cosas que él no puede hacer es publicar su vida en las redes sociales, ya que tiene miedo de que la gente del país donde nació sospeche de que tiene plata y que intenten algo para atentar contra su familia, como por ejemplo secuestrarlos.
En su trabajo, José es metódico y cumple al pie de la letra con las tareas establecidas. A pesar de no hablar muy bien el idioma, sus managers también son latinoamericanos y él se siente en su casa. Las horas en el trabajo se las pasa limpiando baños, ventanas y recogiendo la basura que encuentra en cada habitación de los veinte pisos que posee el hotel. Además de venezolanos, en el establecimiento se cruza con cubanos, haitianos y argentinos que forman una asociación que podría ser confundida con la ONU.
Entre múltiples acentos españoles José charla cuando puede con sus compatriotas. Algunos le cuentan que tenían cadenas de restaurantes en Venezuela, otros que trabajaban en empresas y otros en servicios audiovisuales. Muchos de sus compañeros son licenciados y, a pesar de ello, tuvieron que venir a otro país, dejar sus comodidades, abandonar parientes e intentar adaptarse a lo que les tocó. A pesar de sus adversidades, José no se moja en la tormenta e intenta dar lo mejor de sí.
Hora de irse
Cuando el reloj marca las 18, el venezolano sabe que es hora de irse a casa y procede a dirigirse al puesto de control en el subsuelo del hotel. Una vez allí, él deja sus auriculares y su micrófono con el cual se comunica dentro del departamento.
Después de charlar con los jefes, José se va a su auto y emprende el viaje de vuelta a su estudio en la pequeña Havana, un barrio conocido por sus baratos alquileres y una seguridad media baja.
En el trayecto se choca con edificios de lujo y yates que le hacen acordar a su vieja vida, en donde nunca nada le faltaba y se daba placeres de todos los gustos. Al ritmo de la salsa, José se acuerda de sus vinos y de sus parrilladas en familia a la vez que canta como si nadie le estuviera viendo.
Una vez llegado a su lugar, José reflexiona acerca de las situaciones que lo colocaron allí y piensa que es afortunado de estar en Miami, ya que es una ciudad que no parece Estados Unidos. Sus caribeñas playas, su cálida gente y las reuniones entre amigos les permiten no extrañar tanto su casa, en la que se mantiene al tanto hablando por videollamadas con sus padres y hermanos todos los días.
Con su sueldo de nueve dólares la hora, José no puede darse muchos lujos y apenas le alcanza para el alquiler, pero él confía en su suerte y espera trabajar mucho para ascender y ganar más dinero.
Reflexionando
El reloj sigue pasando y José decide irse a dormir a las 23 para levantarse temprano al otro día. Al acostarse lo invade la rutina y sabe que las mañanas serán todas iguales. A pesar de ello, él no se desalienta y se tranquiliza al recordar que está seguro en su cama, al contrario de lo que está pasando en su país de origen. José eligió moverse para superarse y no extinguirse como los dinosaurios.
En busca de un mañana mejor el venezolano prefirió salir de su zona de confort para progresar con trabajo duro, enseñando una lección de esfuerzo de la que muchos deberían aprender. Además, logró que todos valoren sus tranquilas vidas ya que nunca se sabe cuando prescindirán de ellas.