El hombre es un animal social. Un ente que nace, crece y se desarrolla en un espacio concertado y diseñado para que dependa de otros. Justamente, esa subordinación, ese intercambio social ha permitido el nacimiento de tecnologías que han mejorado notablemente la forma de vida de las personas. Para ser justos, debemos admitir que este desarrollo, de una u otra forma, era necesario; pero hemos llegado a un punto sin retorno. En éste, lo más importante no es lo que representamos como sujetos sino los beneficios que se pueden obtener de nosotros como objetos.
Esclavos modernos
Por la historia sabemos que en la época de la esclavitud los hombres que eran tomados como esclavos no poseían ningún tipo de libertad. Eran cosas que los amos adquirían para satisfacer sus demandas, sin importar lo que eso conllevara para el esclavo. Estas personas eran cosificadas al ser consideradas «animales» carentes de conciencia. No tenemos que hacer un Máster en Derecho para darnos cuenta de que esta afirmación representaba un pobre argumento con el que justificaban esas absurdas acciones en contra de seres humanos indefensos.
Muchos consideran (incluyéndome) que no hemos superado la época antes mencionada. A nadie le debe sorprender que, en nuestra sociedad (capitalista), se defina a la persona como una cosa que ha sido despojada de sus capacidades intelectuales: sentir y pensar.
Una que tiene un determinado «valor», el cual depende de los beneficios que genere. Es desconcertante testificar que, hoy día, las relaciones interpersonales se establecen con el propósito de alcanzar algún favor. En este orden, el hombre ha dejado de ser un fin en sí mismo, para convertirse en un simple medio. Al final de la jornada, no importa lo que representamos como seres humanos sino las ganancias que podemos ofrecer mercantilmente hablando.
Mercancías humanas
Esta mercantilización del hombre se percibe cada vez con mayor fuerza en (casi) todos los estamentos de la sociedad. Una muestra muy fehaciente de ello es la exposición de las personas en las redes sociales. Es triste ver como nos preocupamos por llenar los espacios virtuales con imágenes nuestras, tratando de «vender» una apariencia que no, necesariamente, representa lo que somos, que no refleja nuestra esencia.
Otra prueba de esta comercialización se evidencia en frases como: «tienes que proyectar mejor tu marca personal», «debes venderte como un producto de calidad». Está bien que nos preparemos y que aspiremos a ser reconocidos por nuestro desempeño laboral. Eso es excelente, siempre y cuando no solo se nos valore por lo que producimos sino (y, sobre todo) por lo que somos. Parece perfecta la ocasión para sentenciar que el mundo se ha convertido en un mercado y los seres humanos, la mercancía que en él se vende.
En este punto, debo afirmar que la cosificación del hombre, por él mismo y por otros, es un acto de desprecio hacia lo humano. Como humanistas debemos defender la vida y, con ella, el derecho de toda persona a siempre ser, un ser y nunca una cosa. Si no me lo crees a mí, hazle caso al filósofo Immanuel Kant, quien considera que «El hombre es un fin en sí mismo, no un medio».