Hace dieciséis años nació un nuevo formato televisivo, que estaba destinado a revolucionar la idea del entretenimiento. El formato, que después se exportó y se rebautizó por todo el mundo, era original, y se llamó Operación Triunfo. Curiosamente, en fechas próximas, se había inaugurado en nuestro país un extraño programa, que venía refrendado por el éxito internacional y en el que personas anónimas no hacían nada, sino estar acostados y discutir: Gran Hermano, que daría comienzo a lo que entendemos por reality show. Sin embargo, Operación Triunfo se distinguía, se supone, por otros valores.
Una máquina de ilusiones
Y aunque en la pequeña pantalla ya se habían emitido espacios que daban su oportunidad a nuevos talentos, a futuras promesas o estrellas emergentes (programas como Salto a la fama, Caras nuevas, Primer aplauso –que descubrió a Rocío Durcal- o Veo veo), Operación Triunfo iba un paso más allá, y pretendía crear artistas de la nada. Como declararon en su día los productores y creadores del programa, se trataba de pulir diamantes en bruto. Con tal noble intención, los concursantes debían convivir en una Academia, donde se les impartían lecciones de afinación, de baile, de interpretación y hasta eran asesorados por expertos estilistas. Como podemos comprobar, tal Academia implicaba una fusión con los realities shows, pues, debido a la constante exposición, los espectadores podrían identificarse y coger cariño a los variopintos concursantes, casi todos curiosamente jóvenes y atractivos.
Pero no es esta cuestión la que nos ocupa, sino dilucidar la seriedad del formato.
Lejos de conseguir formar a grandes cantantes, las medidas propuestas conseguían justamente lo contrario: la uniformidad. O, dicho de otro modo, obliterar todo aquello que fuera original. Pues, por medio de los profesores, inculcaban poses sobre el escenario, actitudes preestablecidas, así como recomendaban vigilancia sobre la voz, cuya interpretación debía ser “limpia”.
Todo lo contrario de lo que debe ser un artista, que se deja llevar espontáneamente y no tiene por qué ser políticamente correcto. Y si nos ponemos a hacer memoria, descubriremos que los más grandes cantantes y grupos de rock no han destacado nunca por la calidad de su voz. Después de todo, la mayor prueba de que Operación Triunfo no podía conseguir sus objetivos estriba en una cuestión, pasada por alto: que no fomentaba a los autores, sino a los buenos cantantes.
En efecto, por mucho que quisiera disfrazarlo, no dejaba de ser otra cosa que un karaoke.
En este programa, por tanto, los concursantes son defraudados, así como en sus parientes La Voz, Popstars y FactorX (no incluimos en esta lista a Got Talent, que tiene más cosas en común con el mítico El semáforo, de Chicho Ibáñez Serrador, o con los programas clásicos de José Mª Íñigo, donde acudían frikis, ociosos y otros que buscaban la fama por un día). Como decimos, se presentan a los castings jóvenes talentosos, que sueñan con vivir del cante. Sin embargo, la realidad es que sus carreras acaban cuando acaba el programa. Su fama resulta tan efímera como la duración de una temporada en Televisión. Para la siguiente temporada, el programa, que había prometido el oro y el moro, busca nuevos talentos, ya no acordándose de los anteriores.
La excepción que confirma la regla
Entonces se replicará, ¿por qué algunos “triunfitos” se han consagrado? Porque cuando empezó Operación Triunfo, el mercado discográfico estaba abierto a nuevas caras. Por entonces, aún era posible. Hoy no. Internet ha cambiado, a lo largo de estos años, la forma de entender la música. Ya no se venden discos físicos. Y la posibilidad de vivir de esto radica en la imagen que proyecte el artista, es decir, en su popularidad en las redes sociales. También prima, por ello, por tratarse Internet de un medio basado en la imagen, la música más comercial. Las estrellas han de consistir, como nunca antes, en algo superficial.
De hecho, el que esto sea así lo demuestran los propios talent shows, que buscan cantantes muy definidos en un estilo, que respondan a estereotipos y que vayan con las modas imperantes.
No podrían apostar, como se entenderá, por gente demasiado original, pues no resulta rentable; es una apuesta dudosa para un negocio de billetes. Pero precisamente aquí radica la gran debilidad del formato, y de que sea casi imposible que produzca a grandes artistas. Pues, por poner un ejemplo, si ya tenemos a Justin Bieber, ¿por qué habíamos de interesarnos en un clon suyo?
Los talent shows traicionan sus promesas, venden ilusiones que no pueden sustentar. En la actualidad han decaído. Los premios han ido rebajando su cuantía y repercusión. Y aunque todavía puedan nombrar al próximo concursante de Eurovisión, lo que importa sobre todo es la audiencia. Y las verdaderas estrellas, los que más salen ganando, son los famosos que componen el jurado, sobre cuyas reacciones se centra la cámara; en cómo critiquen al anónimo; en si apretarán o no el botón