Fue un día cualquiera de finales del siglo dieciocho cuando Europa vería amanecer a los mayores intelectuales y científicos celebrando con ardor la sorprendente teoría de un prominente, aunque humilde físico y biólogo italiano, revelada en De viribus electricitatis in motu musculari commentarius.
Este investigador respondía al nombre de Luigi Galvani y aseguraba que la electricidad se comporta como una fuerza vital innata, de acuerdo a los experimentos realizados mediante el cadáver de una rana, cuyos miembros se contraían al contacto de los nervios motores con un conductor cualquiera, en este caso, un bisturí de disección.
Galvani también revelaba en su tesis el papel fundamental de la electricidad atmosférica en relación al movimiento muscular espontáneo. La conclusión que alcanzó, de forma muy simplificada, consistía en que los tejidos de los animales contenían electricidad por sí mismos, capaz de estimular el organismo y proporcionar vida.
«Gracias a las habilidades de un médico, mi hijo fue reanimado antes de que la muerte llamase a su puerta; vivió cuatro días más», escribía entretanto el marido de Mary Shelley, en tierras romanas, mientras ambos hacían frente a la última devastadora enfermedad del pequeño.
Embestidos por el acecho de Tánatos, los Shelley estaban convencidos de que era científicamente posible, no sólo abrir una brecha entre la vida y el deceso, sino incluso resucitar el cuerpo sin pulso y esquivar así de la insaciable mortalidad.
Dos años antes, Shelley ya había concebido el planteamiento narrativo de Frankestein o el moderno prometeo, ante el poderoso debate que se alzaba sobre la bioelectricidad: «observé, con los ojos cerrados y una percepción mental aguda, cómo se estiraba el espantoso fantasma de un hombre y después mostraba signos de vida, impulsados por el funcionamiento de una máquina», confesaba por consiguiente en el prefacio de su insigne novela.
El monstruo que fue el Adán de la ciencia galvánica
Matthew Clydesdale y George Forster, supuestos asesinos; Johann Ritter, físico, filósofo y químico; un niño huérfano y ciento ochenta guardias de la realeza: todos ellos fueron objetos de las excéntricas y, en ocasiones, feroces indagaciones galvánicas que se propagaban de metales a músculos, así como de baterías a tejidos. «Rabia, horror, desesperación, angustia y sonrisas terribles», anotó el químico escocés Andrew Ure al concluir su examen fisiológico.
A veces se trataba de descargas eléctricas durante disecciones y otras veces de calambres autoinfligidos, los cuales pretendían demostrar, a grandes rasgos, los confines, el radio y los efectos del principio de la conductividad eléctrica en el organismo humano.
Desde auténticos expertos hasta simples aficionados, la búsqueda obstinada de la inmortalidad se extendía en el tiempo.
Para entonces llegó 1818, o el génesis de lo que hoy entendemos como ciencia ficción con tintes de terror: Frankestein o el moderno prometeo acababa de salir de la imprenta en tres volúmenes y bajo anonimato; el monstruo que se identifica entre páginas como el Adán de su creador veía la luz por primera vez, muy tenue sobre el escenario intelectual, repleto de rituales viciados, entusiasmo sombrío y un Víctor Frankestein que ya alude, de acuerdo a su terminología médica contemporánea, al relámpago y al galvanismo.
De hecho, literariamente así es como Frankestein «levanta» de las tinieblas a su invención hecho ser, a su producto palpitante emancipado de la naturaleza y de la mano omnipotente de Dios: mediante el impulso eléctrico que fantaseaba entonces con cadáveres reales por universidades europeas y que había convencido de lleno a Mary Shelley acerca de la potencial reanimación metódica: «he sido capaz de otorgar la vida a materia muerta», celebra Frankestein en el laboratorio de su desván.
La cuestión moral de Shelley pervive tras dos siglos de historia
La escritora aparentaba, sin embargo, sufrir equitativamente grandes inquietudes morales que el último Adán ha de arrastrar bajo su capa de piel maltrecha como si de un castigo espiritual se tratase, titubeando con extrañeza del pavor ajeno y rechazo indiscriminado a las laboriosas y escasas oportunidades que empeña a lo largo de su existencia, con la esperanza de ser un monstruo honrado hecho hombre.
La máxima de Shelley termina convirtiéndose en la polémica que habría compartido con su colega Lord Byron, la cual nada entre el bien y el mal, lo digno y lo indecente, lo curativo y lo destructivo de un acto artificioso y retorcido que difiere de las leyes universales, como advierten, en definitiva, las cargas positiva y negativa de los átomos que nos componen: la dualidad de la virtud y del defecto retratada en el supremo con bata y bisturí y en el paciente sin nombre ni voluntad.
Si Frankestein o el moderno prometeo está en boca de los más y menos fascinados en el mundo occidental dos siglos después, probablemente se deba a que, en gran parte y dada la belleza del texto hecha palabra, Shelley consiguió aproximarse con una precisión brutal al que sería un futuro dependiente de la ciencia y la tecnología, atreviéndose también a poner sobre la mesa, de antemano, los temidos dilemas que este porvenir plantearía a sus receptores y promotores.
Por eso, desde marzo de este año y con motivo del longevo aniversario, los curiosos que dominan la lengua inglesa pueden disfrutar de una edición facsímil del manuscrito original que ha recopilado la editorial SP Books, con anotaciones, correcciones y diálogos íntimos que desvelan el proceso creativo de la jovencísima autora, quien, confesó, deseaba «causar tanto miedo a los lectores que el solo hecho de echar un vistazo a su alrededor debería sentirse como una amenaza».