¿Te has preguntado alguna vez por qué chocamos nuestras copas al brindar? Si pensabas que la razón más común es la correcta, te equivocas de pleno. La razón más común y frecuente es que el jolgorio, la felicidad de estas fiestas que celebramos nos convierte en personajes dicharacheros y graciosos y queremos dar muestra afectuosa de nuestra pasión chocando las copas y demostrando que somos muy felices.
La cruda realidad del brindis
En verdad, en la antigüedad era un poco más amarga la cena. El festín que se le daba a un invitado por parte de un anfitrión no era ni mucho menos para agasajarlo con un gran banquete, disfrutar de la compañía de hermosas damas y de muchas amistades con las que debatir temas de actualidad.
No era precisamente eso; lo hacían en muchas ocasiones, para envenenar a esa persona que muchas veces era demasiado influyente en la sociedad. Otras, por simple rencilla política o enemistad.
Solución a este problema
En la antigüedad había respuesta para todo o casi todo; existía el Oráculo de Delfos y muchos otros. Pero para este problema, se decidió la solución definitiva a ese mal. Un brindis, palabra de origen alemán, que se haría para demostrar que no había veneno en esas copas. Aunque películas como La Princesa Prometida hagan desvariar este argumento, el veneno mata si no estás acostumbrado a él.
Al brindar, las copas hacen chorrear parte de su contenido en la otra, de manera que, si quieres arroz Catalina, dos tazas.
Uno ya sabía a lo que exponerse si no quería brindar. Los epítetos traidor y malandrín se quedan cortos. Las espadas tienen el filo muy afilado cuando las lenguas no lo están, de manera que un paso del ángel no es muy recomendable en estos casos. Si pensabas envenenar a alguien en la antigüedad, al menos piensa en un plan B.
Joffrey Lannister, de Juego de Tronos, lo sufrió en sus carnes.
La otra realidad poética del brindis
Para los griegos todo era poesía. Todo era hermoso, estético, la repanocha. Viva el jolgorio, las mujeres y la literatura. Manolo Escobar hubiera triunfado en Grecia, y Dionisio, el dios griego del vino, no le iba a la zaga. Brindar era un acto poético; los sentidos disfrutaban de la cata del vino.
La vista disfrutaba del tono del vino, de sus colores del tacto con los sorbos de cada cata, el olfato con su aroma, el gusto con su sabor. Pero el sentido del oído, no podía disfrutar. De manera que cuando se tocaban las copas y se escuchara el tilín del metal ¡El oído también podría disfrutar, porque sabría que hay una cata de vinos!
Para los romanos era menos poético. Era para despertar a Baco, que con tanto vino se había quedado dormido. Sí, puede que la hierba sea más verde en el otro lado, pero es lo que había en Roma. No se le puede pedir peras al olmo si Baco se duerme en sus laureles.