Preguntarnos por la muerte es muy humano. Y más si, a edades tempranas, un ser querido fallece. Es lo que le sucedió a un niño, de 10 años, que acudió el pasado domingo, 15 de abril de 2018, a un encuentro con el Papa.
La pregunta por la eternidad
Sucedió en las afueras de Roma, en el barrio de Corviale. El sumo pontífice visitaba la parroquia de san Pablo de la Cruz y, como suele organizarse para estas ocasiones, una serie de personas le dirigieron sus preguntas.
Quizás el momento álgido, tanto emotivo como teológico, llegó cuando un pequeño huérfano preguntó por su padre, fallecido.
Como una nota de especial disonancia, el niño le comentaba al santo padre que él había sido bautizado, pero que su progenitor había sido Ateo. La pregunta, cargada de sentimiento, quedaba en el aire: ¿iría su papá al Cielo?
El Cielo católico, una imagen cambiante de una verdad eterna
Descrito como lugar, definido como estado, casi siempre la teología prefiere las imágenes y los conceptos generales, apoyados del ejemplo de las experiencias plenificadoras y alegres, para acercarnos un tanto al Cielo.
El mismo Catecismo se encarga de aclarar que el Cielo es participación, comunión, gozo, meta, satisfacción, felicidad. Y todo ello rematado con la fórmula “eternamente”. Es decir, que podría compararse con situaciones, relaciones y gozos humanos, pero sin el final que estos suponen.
También hay cierta tendencia, en predicaciones eclesiásticas, a definirlo como un estado, en contraposición al arte y definiciones antiguas, que tendían a dibujarlo y describirlo como un lugar.
En los evangelios tendríamos que hablar de “Reino de Dios” y, lejos de conceptos, se habla en comparaciones, en lenguaje poético, transmitiendo la alegría de felices estados y situaciones de fiesta y comunión interpersonal.
La consoladora respuesta de Francisco
El papa, al verse ante la perspicaz ingenuidad infantil, consoló al huérfano, reflexionando en alto, sin atreverse a dar una sentencia sobre el difunto. En este punto fue claro, no solo con su omisión sobre este punto, sino con una afirmación incontestable: es a Dios a quién le toca decidir si fue o no al Cielo.
Pero alargó tan lacónica sentencia. Y lo hizo de forma positiva y esperanzadora. Primero, alabando la imagen de un hombre de quien su mismo hijo dice que fue bueno. Luego, ofreciendo el testimonio de un ateo que bautizó a todos sus hijos. Finalmente, animando al niño a que hable, rezando, con su padre.
Palabras de consuelo que se fortalecieron con otras, dirigidas al mismo infante. El papa llegó a decirle que Dios estaría contento con su padre, hasta orgulloso. Y lo hizo desde los datos que el pequeño le ofrecía. Que un ateo bautice a sus hijos, ya dice mucho, vino a decir el pontífice. Y Dios no dejaría de alegrarse por tal acto.