Con motivo de la filtración de unas declaraciones de Carles Puigdemont sobre la derrota de su empresa, y el triunfo del plan de la Moncloa, continuamos nuestro análisis de las claves de esta grave crisis en Cataluña.
¿Utopía o distopía?
Se confunde la cuestión de la independencia catalana con una cuestión moral; es decir, de si una nación debería sofocar o no a una parte de su territorio que busca la libertad. Si los ciudadanos, sean quienes sean, anhelan la autodeterminación, nadie debería poner trabas en la consecución de estos derechos; ni menos, prohibirlo o tomar medidas para su represión.
Este es, en el fondo, el error de todos los independentistas sinceros. Y entre ellos no cuento a los anarquistas; ni a los ociosos que se apuntan a un bombardeo y salen a las calles para formar jaleo, buscando llamar la atención; ni tampoco a los jóvenes que recelan del poder establecido; que piensan, neciamente, que es posible una democracia total o es aconsejable una falta de control estatal.
Estos jóvenes, lejos de ser idealistas, no tienen reparos a la hora de obstaculizar el trabajo de la policía, de crear disturbios o, de otra forma, tratar de imponer arbitrariamente su voluntad. Exigen derechos, pero eluden las obligaciones. Demostrando así su incoherencia. Y éstos jóvenes son mayoría, por desgracia.
La idea de la Independencia, dentro de un gobierno democrático, es un sofisma. Los catalanes ya disponen de todas las libertades y derechos posibles en un estado de derecho. La Independencia no les daría más de lo que ya poseen, porque los ciudadanos catalanes disfrutan de una autonomía casi ilimitada, como indica el propio nombre de la Comunidad Autónoma de Cataluña.
Y a menos que se quieran independizar del mundo y de todos, siempre pertenecerán a un territorio mayor, ya sea España, ya sea Europa. Y deberán seguir pagando impuestos a estos Estados centrales supervisores y reguladores, porque formar parte de ellos comporta más seguridad y ventajas, derechos de aduana y libre comercio.
La Constitución española no admite siquiera la posibilidad de que ninguna de sus poblaciones se separe del resto, rompiendo la unidad de la nación.
Cualquier acción en esta línea, siempre será ilegal y será consecuentemente castigada. Por tanto, no hay alternativa. Hoy por hoy, la Independencia es inviable, a menos que se reforme la Constitución de 1978.
Sólo podría encontrarse una solución al conflicto si todos los españoles estuviesen conformes, y si, por ejemplo, en un referéndum nacional, la mayoría eligiese a favor de la causa catalana. No obstante, sería difícil normalizar, incluso en tal caso, este traspaso de poderes ante los observadores internacionales. La misma Unión Europea, por medio de diferentes portavoces, ya ha anunciado que no reconoce, ni reconocerá, a la República Independiente de Cataluña.
Entonces, ¿por qué seguir, obstinadamente, en este proceso separatista?
¿Por orgullo? Una República Catalana sería automáticamente expulsada de la comunidad europea. Y entonces, ¿cómo sobreviviría? ¿Volvería a instaurar la peseta?
Puigdemont y el resto de líderes, ¿no han tenido bastante con la crisis económica y laboral que han desencadenado? ¿No se dan cuenta de la inestabilidad que suscita el proceso? ¿No les afecta que más de 3.000 empresas hayan abandonado Cataluña para no volver, domiciliándose en ciudades españolas de otras Comunidades?
En conclusión, la Independencia es una utopía que han vendido astutamente, y con fines turbios, al pueblo catalán. Pero no tiene razón de ser. Nadie explota, somete ni ultraja a Cataluña, para que ésta busque separarse. Tampoco para que busque el amparo de otras naciones.
Lo cual supondría, paradójicamente, alianzas y, por tanto, atarse. Pero en vez de con sus vecinos de la Península Ibérica, atarse con extranjeros hostiles, con los que comparte menos, y que no están familiarizados con su cultura.
Hoy en día levantar fronteras es un síntoma de mezquindad, de megalomanía, cuyo origen es el egoísmo, los celos y el sentimiento de superioridad nacional. La Historia tristemente nos recuerda que el nacionalismo ha sido la peor enfermedad humana, y que ha costado, en cifras, miles de millones de muertos entre las dos grandes guerras. Hoy debe combatirse, con la ley en la mano, pues supone un freno para el desarrollo y la hermandad de los seres humanos.
Puigdemont espiado
En la mañana del miércoles, El Programa de Ana Rosa difundía, en exclusiva, unas declaraciones del ex president a Toni Comín, hombre de confianza del evadido y antiguo Consejero de Salud de la Generalitat. Las declaraciones fueron conseguidas la tarde previa, y de un modo deshonesto.
Un cámara del programa televisivo grababa el móvil de Comín, justo cuando éste recibía unos mensajes privados de un desolado Puigdemont. En ellos, el líder de Junts per Catalunya confiesa: “Esto se ha terminado. Nos han sacrificado”. Además, expone su creencia de que, en esos momentos, en que se acababa de aplazar indefinidamente la fecha de su investidura, se vivían los últimos coletazos de la frustrada república.
Una vez que los protagonistas han reconocido como legítimas las conversaciones, y después de anunciar medidas jurídicas por este atropello a su intimidad, Puigdemont se ha retractado, como era previsible: “Soy humano, y a veces también dudo”.
Por tanto, no debemos confiarnos.
El movimiento independentista está lejos de su final, por muy tocado que esté. Lo importante es el pueblo, la conciencia popular, que constantemente es alimentada, desde los medios de comunicación catalanes, a favor del independentismo y en contra del gobierno español.
Las ideas no se modifican de repente, y si algo podemos y debemos aprender es que el cambio de conciencia habrá de esperar hasta tiempos venideros, cuando haya mayores valores en la sociedad, o hasta que los catalanes, algunos de ellos, asuman que no puede haber libre albedrío sin ley.
España, para mantener su unidad y defenderse de los que la desafían, mientras tanto sólo puede aplicar la Constitución en vigencia.
Y mientras aguardamos con paciencia esos tiempos por venir, y sufrimos las terribles consecuencias que la crisis está teniendo sobre la merma del trabajo, echamos en falta, por parte del gobierno de Mariano Rajoy, la determinación y la fuerza que exhiben los fanáticos nacionalistas. Ya sea por miedo a las críticas, a la reacción de la comunidad internacional o al efecto que pueda conllevar sobre su prestigio, el Gobierno, en nuestra opinión, es demasiado tímido a la hora de tratar con políticos que nos están abocando al desastre.
Pues, como podemos comprobar, no hay solución aparente para el conflicto.
Si, como desea la facción radical catalana, se vuelve a instaurar la República, inmediatamente el Gobierno la anulará. Se convocarán elecciones y, si vuelven a obtener una victoria en escaños, que no en votos, los independentistas, volveremos al principio otra vez. Como la pescadilla que se muerde la cola.
Los separatistas están obcecados, y, ya lo han anunciado, no van a abandonar sus pretensiones. ¿Qué hacer? Están echando un pulso, pero Rajoy no está preparado para asumir los riesgos.
¿Y dónde está el Rey? ¿Para qué nos sirve la monarquía?
Es el momento de tomar aquellas decisiones que nos justifiquen. Así pues, ¿dejaremos de dar cancha a los que quieren destruir lo que somos? ¿Nos atreveremos a defender la democracia, hasta sus últimas consecuencias? ¿Apostaremos por Inés Arrimadas, la legítima vencedora de las últimas elecciones?