Cuando cumplí 35 años decidí regalarme un trampolín. Mientras mis contemporáneas se regalaban joyas, remodelaciones para la casa, automóviles más grandes para poder acomodar a los bebés, yo me fui para la tienda de deportes y me compré un trampolín. Era tan grande que me tocó contratar una camioneta para que me lo llevaran a la casa.
La armada de mi regalo parecía tan complicada tuve que invitar a amigos y vecinos para que me ayudaran.
Me dijeron inmadura. Me dijeron que me iba a partir el cuello. Me dijeron que ya no tenía 10 años, que el cuerpo cambia y las habilidades disminuyen. Me dijeron muchas cosas. Otras no las dijeron, pero sé que las pensaron. Igual lo armamos.
Los mayores logros de mi vida los he obtenido empeñándome en hacer cosas que escandalizan a las personas a mi alrededor, así que, por experiencia propia sé que, cuando la masa generalizada arquea las cejas y frunce el cejo, es porque voy por buen camino. En el mejor de los casos ese camino es exitoso, en el peor, es original. En todos los casos es memorable.
Los únicos que aplaudieron mi compra fueron mis sobrinos y eso porque pensaron que lo recibirían rápidamente como herencia.
En el trampolín aprendí mucho más que piruetas
Cuando estuvo armado comencé a saltar. Lo de que el cuerpo cambia y la habilidades disminuyen era verdad. En mi mente seguía siendo la niña habilidosa que había hecho gimnasia olímpica hacia casi 30 años. En la práctica me sentí como un tronco, carente de ritmo, coordinación y flexibilidad. Mis sobrinos me humillaban con sus piruetas, yo simplemente saltaba, consciente de mis límites, sin intentar nada arriesgado. No me daba para nada más.
Por la tarde se fueron todos y yo seguía saltando. Antes de marcharse, la gente seguía insistiendo en que tuviera cuidado, que el hijo de un amigo se había fracturado la muñeca, la prima de otro se había mordido la lengua.
Mencionaron que alguien más se había torcido el talón y así, sutiles insinuaciones que no permití que dañaran la ilusión de mi regalo. En parte porque el trampolín había sido costoso, en parte, porque cuando uno nada en contra de la corriente puede que trague más agua, pero le saben mejor los avances.
Al otro día me levanté temprano y salté hasta que me dolieron todos los músculos del cuerpo. Por la noche tenía despellejados los talones por el roce de la lona. Pero no me rendí, seguí haciendo lo mismo cada vez que tenía un rato libre durante los días subsiguientes. Con el pasar de los meses noté que me dolían menos los músculos, que si me desplomaba 20 veces sobre la lona elástica, podía pararme 21.
Me di cuenta de que si uno no está dispuesto a caerse, nunca verá avances importantes.
¿Cuánto vale hacer un salto mortal?
Saltando descubrí que los límites sólo estaban en mi cabeza y en la de los que se empeñaban en señalármelos. Que la única forma de enfrentar el miedo era arrojándome en sus brazos. Sepan que eso cuesta. Cuesta mucho y, por eso, vale la pena, como valen la pena las cosas que solo pueden obtenerse luchando por ellas. En ningún lado venden un salto mortal. No lo puedes alquilar, heredar o robar. Nadie lo puede hacer por ti. Tú eres el que tiene que intentarlo: una vez, mil veces, con miedo, con paciencia. Hasta que lo logras. O no, porque esa es otra característica de las cosas que valen la pena: nadie puede garantizarte que las vas a obtener, así se te vaya la vida tratando de obtenerlas.
Por eso, cuando uno después de tantos intentos logra hacer un salto mortal, no se cambia por nadie en el mundo. Sobre todo si tienes 35 años.
Mis sobrinos se quedaron pálidos cuando me vieron girar en el aire. Una vez superaron el hecho de que no iban a heredar el trampolín tan rápido como habían pensado, me suplicaron que les enseñara. Yo les expliqué cómo hacer las nuevas piruetas y les cedí la lona por unas horas, esperando que en el trampolín aprendieran tanto sobre ellos mismos como lo había hecho yo. Y no hablo sólo de saltos mortales.