Durante un buen tiempo, el significado de la palabra felicidad para mis hermanos y para mí era tener un perro, sin embargo, cuando éste llegó a nuestra finca hubo una gran decepción. No era el cachorro tierno y juguetón que habíamos imaginado. Era un dóberman que había pasado por varios dueños terminando siempre regalado, abandonado, deshechado. Su pelaje era negro, sus ojos brillantes, su musculatura tensa, sus orejas erigidas en señal de alerta; alguien le había cortado la cola dejándole un muñón ridículo que él meneaba furioso. Todo el tiempo lo pasaba gruñendo, ladrando, mostrando sus dientes afilados.

"Será un gran cuidador, alejará a los ladrones­", fue lo que dijo el mayordomo cuando lo llevó.

Mis hermanos y yo nos mirábamos aterrados, ni siquiera quisimos ponerle un nombre al nuevo intruso cuya presencia nos encarceló dentro de nuestra propia casa, porque ya no nos atrevíamos a salir a jugar. El primero al que mordió fue al hijo del mayordomo, luego a la empleada del servicio y después a uno de mis hermanos.

Las mordeduras fueron leves, pero las víctimas suficientes para decidir que el perro tendría que permanecer amarrado en un árbol, rieles abajo, lejos de la casa. Desde mi cuarto alcanzaba a escuchar sus ladridos y lo imaginaba asustado, irritado, acompañado nada más que por su sombra.

Fueron varias las noches lluviosas y frías que no dormí pensando en él, me daba pena su existencia.

El momento del ataque

Un domingo noté al perro más alterado que nunca. Recordé que el mayordomo se había tomado el fin de semana, lo que significaba que el animal ajustaba su segundo día sin comer, así que robé unas tajadas de pan y caminé rieles abajo para llevárselas.

Cuando me vio, comenzó a ladrar con tanta furia que me dio miedo acercarme, entonces se las lancé, con tan mala puntería que cayeron fuera del rango de la soga que lo ataba.

Él forcejeó con rabia y con hambre acumulada tratando de alcanzarlas, entonces reventó la soga y la emprendió contra mí. La casa estaba muy lejos, nadie oiría mis gritos, llorar, cuando nadie te está viendo, no sirve para nada, así que la única opción era correr.

Él me arañaba, me rasguñaba, me enterraba sus dientes, yo sólo corría. Me ladraba, me gruñía, me rasgaba y me arrancaba la ropa y yo seguía corriendo.

Rieles arriba, asustada, cansada, sin aire, llegué hasta la casa y me desplomé. Mi madre se demoró toda la tarde limpiándome las heridas, eran tantas que no podía sentarme, ni acostarme, ni pararme sin lastimármelas.

El castigo innecesario

Al día siguiente, vi que el mayordomo se me acercaba. En una mano, tenía al perro amarrado con una cadena tan apretada alrededor del cuello que respiraba con dificultad. En la otra sostenía un palo."Castigue al perro", me dijo; "Sí, que corra sangre, aplástale el cráneo", me alentaban mis hermanos.

Yo cogí el palo y lo agarré con fuerza, levanté mis brazos para tomar impulso, aspiré una gran bocanada de aire y dejé caer un golpe seco y rabioso… contra el suelo.

El mayordomo me miraba deconcertado. Mis hermanos me miraban decepcionados. El perro me miraba suplicante. Aún recuerdo sus ojos.

Luego, lancé el palo lo más lejos que pude y me fui llorando a mi cuarto. Esa fue la última vez que vi al perro sin nombre. Creo que lo regalaron o lo abandonaron a su suerte. No quise preguntar por qué, aunque me había mordido a mí, yo sabía que la verdadera víctima era él.

Las heridas se tardaron meses en sanar. Las cicatrices se quedaron en mi piel para siempre. El trauma todavía estoy elaborándolo y si ahora tengo perro es porque un psicólogo me lo recomendó como terapia.

Lo cierto es que han pasado muchos años y yo todavía pienso en el perro sin nombre, aquel que me enseñó que todos tenemos una historia detrás de nuestras formas de actuar y que, aunque no siempre las justifica, por lo menos ayuda a explicarlas.

Me enseñó que cuando alguien nos hiere, por lo menos hay que tomarse el trabajo de entender sus razones, porque detrás de cada ataque, por lo general, hay una historia escondida que bien valdría la pena conocer y que, de seguro, nos sorprendería si lo hiciéramos.

A ese perro aún lo pienso con temor por lo que me hizo, lo pienso con culpa por no haberlo comprendido y, sobre todo, lo pienso con el deseo de que alguna vez haya podido encontrar un hogar y un dueño al cual menearle con felicidad su pedazo de cola. Pero lo dudo, porque la felicidad, esa palabra que usamos tan a menudo, es más esquiva de lo que imaginamos. Incluso para los perros.