Estos días estamos asistiendo a un entretenido debate sobre la legitimidad o ilegitimidad de la gestación subrogada, más popularmente conocida como gestación de sustitución o madres de alquiler, como un método para conseguir que parejas que no pueden tener descendencia por sus propios medios consigan tener hijos e hijas.
Los defensores de la gestación de sustitución, afirman que, es completamente legítimo que una pareja, ya sea homosexual o heterosexual con problemas de infertilidad, recurra a este modo de reproducción artificial. Argumentan que se trata de un intercambio de bienes y servicios entre personas libres e iguales.
Un intercambio basado en el conocimiento, la información y la meditación racional de pros y contras. Nadie obliga a la madre de alquiler a convertirse en eso, en un vientre de alquiler. Paralelamente, parece ser, en España se apuesta por un modelo diferente al americano. En EE.UU la madre de alquiler recibe remuneración por los servicios prestados, mientras que en España, este “servicio” se plantea como algo voluntario, una especie de donación del útero de forma desinteresada, sólo por el mero gusto de ayudar a una pareja que no puede concebir.
Estos argumentos esgrimidos por los defensores de los vientres de alquiler, son sin duda muy acordes con el pensamiento neoliberal imperante. Todo el mundo es dueño de sí mismo y pude hacer con su cuerpo lo que le plazca mientras no interfiera en la libertad de un tercero.
Por ello, encuentra abundantes simpatías en ciertos sectores de la población que se consideran “progresistas” o liberales. Sin embargo, estos argumentos obvian aquello que no les interesa. El contrato de gestación por sustitución, no es un contrato libre de intercambio de bienes y servicios. No hablamos de comprar pasteles en una panadería, sino del acceso al cuerpo de otro ser humano.
Desde una perspectiva crítica los argumentos pro gestación de sustitución no se sostienen. Por un lado esta práctica se basa en el consentimiento libre e informado en igualdad de condiciones entre contratante y contratado, pero la experiencia de otros países donde esta práctica es legal, como los EE.UU., nos pone ante la circunstancia de que son las mujeres de entornos más desfavorecidos las que ejercen el papel de madres de alquiler.
Es decir, son los más pobres y desaventajados los que se prestan a esta práctica frente a personas pudientes y bien situadas económicamente. Por tanto, el presupuesto de la igualdad de contratante y contratada es en gran medida ficticio, no se puede suponer que en tal situación de desigualdad la información disponible para unos y otros sea suficiente para que la mujer que ofrece su vientre en alquiler puede reflexionar sobre lo que está haciendo, ya que su peculiar situación de vulnerabilidad social y económica la expone a la presión de la necesidad. La alternativa española, consistente en la solidaridad no mejora la situación, pues seguirán siendo las más desfavorecidas las que se conviertan en madres de alquiler.
Por otro lado, el cuerpo de una persona no puede ser objeto de comercio, pues atenta contra la dignidad de los seres humanos al tratar a estos como objetos de compra y venta y no como sujetos de derechos.
De lo que estamos hablando, en definitiva, es del acceso al propio cuerpo, de utilizar a otro ser humano como un objeto en lugar de como un sujeto, algo a todas luces contrario al sistema liberal kantiano. Si la madre de alquiler lo es a cambio de dinero, podríamos decir que compramos el cuerpo de una persona, en cuyo caso hablamos de algo muy similar a la prostitución. Si se hace de forma desinteresada, sólo por ayudar a una pareja con problemas, estamos maquillando con bellas palabras una verdad atroz.
Hablamos de un contrato de esclavitud, pues la contratada no recibe nada a cambio de sus servicios; sería como decir que a cambio de construir Roma, los esclavos recibían la satisfacción personal de haber ayudado a levantar la civilización occidental. No parece que esto sea algo legítimo para una sociedad en busca de la igualdad, pues estaríamos privando a una persona de su condición de sujeto para convertirlo en un objeto, en una incubadora viviente, al fin y al cabo.