Parar, detenerse, tomar aire. Son palabras muy fáciles de pronunciar y, sin embargo, para muchos, realmente complicadas de llevar a cabo. Ahora es el confinamiento, pero antes pudo serlo un despido precipitado, una época sin trabajo, un periodo de vacaciones. Tiempo libre que en estos días se traduce en tiempo improductivo, tiempo inservible, tiempo absurdo. ¿Quién no se ha sentido culpable alguna vez por no hacer nada?
Sumidos en un ritmo frenético, pasamos los días comprimidos en horarios imposibles, quehaceres, responsabilidades y obligaciones; y parar significa no ser bastante, no ser suficiente.
No cumplir con lo que esperamos de nosotros y sobre todo, con lo que esperan los demás. Y entonces surge la ansiedad, el agobio, el sentimiento de culpa. Personas que no saben vivir sin trabajar, que se angustian ante la posibilidad de tiempo libre, ante la idea de pararse. Y en este contexto frenético, llega el confinamiento, la pausa forzosa, la pregunta inevitable: ¿por qué me siento tan mal por no hacer nada?
Por qué nos sentimos tan culpables por parar
La respuesta es sencilla: es lo que nos han enseñado. En la sociedad moderna, uno de los valores principales es la productividad. Nos educan para hacer, para ser, para alcanzar. El tiempo se ha convertido en un bien productivo, más allá de un bien en sí mismo.
No dejar espacio para el ocio, para los pequeños placeres diarios, para descansar o tumbarse en el sofá se ha convertido en lo habitual. Hemos convertido el estar ocupado en un sinónimo de productividad, en un mecanismo de auto-reconocimiento personal, de estatus social. Una forma de demostrar a los demás quienes somos.
Una realidad, que aún se torna más estresante con la aparición de la tecnología, los smartphone o las redes sociales.
Plataformas que nos mantienen conectados de forma permanente al mundo online, produciendo y consumiendo datos, en esa otra realidad marcada por la inmediatez, la sobre-información, los like y una visión idealizada de la realidad.
Y así nos pasamos el día, con la función multitarea activada. Sin darnos tiempo a la pausa, a la contemplación, incluso al aburrimiento.
Con lo necesario que es aburrirse, no hacer nada. Ser improductivo, vago, holgazán, no todo el tiempo pero al menos, si durante un rato. Dar rienda suelta a la mente para que divague sin orden, ni concierto. Sin objetivos claros. Divagar por divagar. ¿Te agobias de sólo imaginarlo? Pues al contrario de lo que puedas pensar, es realmente beneficioso.
Beneficios de no hacer nada
En primer lugar, por un tema de salud. Una de las enfermedades modernas más comunes es el estrés, motivado en gran medida por el ritmo de vida frenético que llevamos. Esto puede ocasionar ansiedad, depresión, diabetes, acné, insuficiencia cardíaca o aparición de eccemas, entre otros. Desconectar de este ritmo frenético y descansar la mente es fundamental para llevar una vida sana y plena.
Otro de sus beneficios es la creatividad. Dejar a la mente campar a sus anchas libera las tensiones acumuladas, favoreciendo la creación de soluciones novedosas a los conflictos y la resolución de problemas. Además, permite memorizar información importante o incorporar nuevos aprendizajes. De este modo, si llevas varios días dándole vueltas a un problema sin solución, probablemente lo mejor que puedes hacer es no hacer nada. ¿Maravilloso, verdad?
Reivindiquemos de una vez por todas la necesidad de no hacer. Dediquemos unos minutos al día al fascinante placer de vaguear. Y la próxima vez que te alcance la culpa por estar tumbado en el sofá, recuerda: ¡si estás haciendo un montón de cosas!