Muchos teólogos y filósofos opinan que la religión nació con la consciencia del ser humano. Que en el hecho de preguntarse qué es y por qué está ahí ya se adivina una inquietud mística, que en todo caso, no es más que el germen de una religión. Aunque a la Humanidad de hoy en día no le sea sencillo interpretar las viejas creencias de la noche de los tiempos.
Sí sabemos, sin embargo, que las primeras sociedades tribales de las cavernas ya expresaban su religiosidad y sus cultos, a través de las pinturas rupestres. Eran estas creencias chamánicas, naturalistas, muy ligadas al entorno y las condiciones climáticas en las que nuestros antepasados vivían.
El primer gran culto descubierto por la Arqueología
De esas primitivas creencias la más conocida, y posiblemente una de las más importantes sea el culto a la tierra, entendida como madre fecunda, y cuyo icono representativo más famoso son las paleolíticas Venus de Willendorf, estatuillas bastas de robustas mujeres encintas que representan la fertilidad.
Más adelante en el tiempo, con la llegada de la agricultura y la ganadería el culto a la tierra no solo no declinó, sino que se diversificó, y por decirlo de algún modo, se hizo humano. Los primeros poblados conocidos, como los de Malta o Çatal Höyuk, en Turquía, dan muestra de ello, con sus estatuas dedicadas a una diosa madre ya plenamente identificada como tal.
Es un culto que se popularizó en todo el entorno mediterráneo, y que por supuesto que llegó a tierras ibéricas.
Modestas figuras de un gran misterio
Los ejemplos ibéricos de ese culto pueden parecer modestos, si los comparamos con otros encontrados en países próximos, pero su difusión en los yacimientos más importantes del Neolítico y Calcolítico peninsular nos hace pensar que no por ello fue menos importante ni profunda esa creencia.
Los ídolos oculados, y los ídolos placa o sandalia, rescatados de sitios como Los Millares, o de dólmenes y monumentos megalíticos del sudoeste peninsular (Portugal, Extremadura, Andalucía Occidental, Antequera…) son las expresiones más evidentes de los cultos a la diosa madre de que disponemos en nuestro suelo.
Son pequeñas estatuillas, de hueso, marfil o piedra, que representan una cara, o un cuerpo esquemático, con dos grandes ojos, rodeados de otros círculos que parecen hacer notar la mirada siempre atenta y vigilante de la deidad fecunda, solicita, siempre atenta a las necesidades de sus devotos, y a menudo sufrientes, creyentes.
Puede que sea la primera muestra arqueológica de una religión conocida en nuestro suelo, sobre la que se sabe poco, y se investiga con menos medios de los necesarios.
Al contemplar de cerca estas figuras, uno siente la importancia que las comunidades antiguas dedicaron a esas figuras. Se siente, por así decirlo, el poder místico del culto a la tierra, a su protección. Al anhelo de una vida llena de beneficios, donde jamás falte el alimento y donde el ganado y las mujeres sean siempre fértiles, para que el pueblo que realizó esas estatuillas e ídolos pudiera crecer y prosperar, en un mundo que ya no era tan hostil como en los viejos tiempos paleolíticos, pero donde aún varios años de sequía y esterilidad significaba la hambruna y la muerte.
Y lo peor de todo es que, aunque creamos saber su función, en realidad su existencia aún es un Misterio sobre el que la Arqueología planea, sin llegar a desvelar del todo su función. Y quizás, para algunos soñadores, sea mejor que siga así.