Cuando visité el Museo de El Cairo dediqué una mínima parte de mi tiempo a deleitarme, por supuesto, con el deslumbrante e interminable ajuar de la tumba de Tutankamon. Sin embargo, el resto del tiempo lo utilicé en escudriñar varias salas recónditas, no imagináis hasta qué punto, en las que habitualmente nadie suele detenerse. Contenían cestos, herramientas de carpintero, agrícolas y todo tipo de utensilios cotidianos. Estos humildes objetos que fueron usados por los antiguos pobladores de Egipto son los que contienen la auténtica pátina de la Historia.
Actualmente todos esperamos impacientes para saber si tras la tumba de Tutankamon se halla la de Nefertiti. Muchos soñarán con el oro y las joyas que pueda albergar, sin tener en cuenta que a veces las mayores riquezas son casi inapreciables.
Hace un tiempo leía sobre el hallazgo de una tumba en el Antiguo Egipto. Pertenecía a un personaje relevante y lo más sugestivo es que estaba intacta con lo cual conservaría un magnífico ajuar. Sin embargo, lo cierto es que no recuerdo ni uno sólo de los objetos que contenía.
No obstante nunca olvidaré un pequeño detalle de su descubrimiento.
El arqueólogo, tras abrir la puerta sellada que daba al interior de la tumba donde por tanto nadie había vuelto a pisar desde que dejaron allí al difunto, distinguió unas livianas pisadas en el suelo.
Aquel inesperado hallazgo inmediatamente me condujo hacia una cuestión ¿A quién pertenecían esas huellas?, probablemente al sacerdote que presidió la ceremonia e inevitablemente me llevaron a recrear aquel exclusivo instante en el que casi pude distinguir el cortejo fúnebre presidido por el sacerdote con su túnica de lino blanco depositando el sarcófago en el centro de la tumba y alrededor los enseres que necesitaría en la otra vida; e incluso llegué a escuchar las palabras rituales pronunciadas por el sacerdote que al concluir salió en último lugar dejando las huellas de sus pasos sagrados.
La recreación de aquel ceremonioso instante, íntimo y solemne, a través de unas simples huellas, eso sí que no tiene precio, al menos para un arqueólogo o para un verdadero amante de la Historia.
M.ELOÍSA CARO DURÁN