No dar señales de vida es una de las cosas que más nervioso pone a quien está esperando la llamada, el mensaje SMS o el email de la persona amada. Que no haya respuesta a la comunicación que se le lanza, que todo resulte ser unilateral, destroza el corazón del enamorado, que no ve correspondidos ni sus esfuerzos ni mucho menos sus sentimientos. Es lo que le ocurre a Álex (Ramón Pujol) cuando después de múltiples tentativas de localizar a su chico decide llamarlo, y como le sale el contestador, le deja un mensaje. Así da comienzo Smiley, la obra de Teatro que está haciendo furor en las noches madrileñas de los fines de semana: con un largo monólogo en el que Álex expone las razones de su nuevo intento de comunicación, haciéndonos, de paso, a los espectadores, un resumen de lo acontecido hasta el momento en la incipiente relación.
Ese inicio podría perfectamente ser emitido por cualquier televisión, ya que que funciona como un sketch de aquellos programas que estaban basados en ellos, tipo "Ni en vivo ni en directo", de Emilio Aragón o "Splunge", aunque este sea bastante más largo, y Ramón, su intérprete, consigue darle a su exposición una frescura y un dinamismo nada fáciles de lograr. Convierte su desesperación en pura comedia y más de un espectador se sentirá identificado con lo que el cuerpo le pide soltar. Tanto es así que las carcajadas invaden la platea y el teatro se inunda de risas y aplausos.
Lo que sigue a continuación son encuentros y desencuentros en el bar Be Ro, donde Álex trabaja, y en un par de escenarios más, sin necesidad de cambiar el decorado instalado desde el principio.
Ramón Pujol y Aitor Merino, Álex y Bruno en la ficción, se enfrentan a personajes tan humanos como cientos o miles de seres que buscan el amor que ellos también anhelan.
La única pega que podría ponérsele al texto es que sea un tanto redundante cuando el nudo ya está desarrollado y se han puesto sobre la mesa todos los elementos que van a darle forma al desenlace.
Ese pequeño traspiés le quita puntos a una obra magnífica y muy divertida que tiene de todo lo que el género pide: situaciones confusas, tensiones dramáticas puntuales para que las risas emerjan con más potencia y detalles simbólicos que serán cruciales en el momento preciso. Tiene de todo, menos el tiempo adecuado para que no nos pese lo que al principio era un acierto.
Pero vale la pena verla porque se disfruta, porque hay mucha verdad en las palabras escritas por Guillem Clua, porque los actores están colosales en su exposición de personalidades contrapuestas y porque pocas cosas hay más bonitas que experimentar las risas conjuntas de un público entregado al humor que desata la comedia.