En Cataluña, algunos políticos radicales hacen lo que quieren. Atan y desatan a su antojo. Y toman la democracia como punto de partida para reinterpretar la ley en su propio beneficio. Pese a lo que pueda conllevar para los otros partidos, para los catalanes que no piensan como ellos, o, en definitiva, para el resto de españoles.

Por tanto, podemos esperar cualquier cosa, incluso la más inverosímil. Y el niño que todos llevamos dentro ansiaba que el pasado martes, día 30 de enero, el súper villano de esta historia, Carles Puigdemont, hubiese burlado el control de la policía (cuyas pesquisas no descuidaban ni maleteros ni alcantarillas), y se hubiese presentado al Parlament, dejando al mundo boquiabierto, para recibir así formalmente su investidura como candidato a la presidencia.

El origen del independentismo

El independentismo es consuetudinario al espíritu catalán. Debido a aquellos rasgos idiosincráticos que hacen diferente a la región: empezando por la lengua vernácula, desarrollada en la antigua Corona de Aragón, pero también teniendo en cuenta su frontera geográfica, entre el Mediterráneo y los Pirineos, y, sobre todo, la Historia. Ésta nos muestra que ya, desde el principio, desde su identidad nacional en ciernes, Cataluña se sentía en tierra de nadie. En la Edad Media, su territorio estaba dividido en dos, por la línea que trazan el Llobregat-Cardener con las sierras prepirenaicas.

El norte pertenecía a los francos, el sur a los musulmanes. Esta región meridional posteriormente fue conquistada para el reino de Aragón en el 1149, por el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV.

De hecho, es significativo que el nombre Cataluña procede de castlá, término que designa al castellano o un guardián de un castillo. Es decir, el nombre de esta región se puso como símbolo del baluarte de los cristianos contra la amenaza musulmana, por lo cual Cataluña vendría a representar un enclave fundamental para sobreguardar la unidad del territorio español.

El límite de sus demarcaciones, así como la declaración de su independencia de Francia, ocurrió en el 988, de manos del conde Borrel II, que dejó de prestar juramento de fidelidad a los reyes francos. Desde entonces, y después de la expulsión de los moriscos, se fueron estructurando sus instituciones. Su sociedad siempre vivió dentro del territorio de España, pero sintiéndose diferente.

Y, con la llegada de los tiempos modernos, con la caída del Antiguo Régimen, que se caracterizaba por el poder absolutista de la monarquía y de la Iglesia, entraron en escena las democracias, favorecidas a su vez por el capitalismo y la Revolución Industrial. Fueron los años de transición al siglo XX, donde proliferaron los partidos políticos, las revueltas y los sindicatos. Fueron los años de la inflación, del hambre, del colonialismo; de la amenaza en el horizonte de las grandes guerras, cuando las naciones poderosas querían fijar sus fronteras y, si fuera posible, ampliarlas mediante la conquista.

En este contexto, surgió Estat Catalá, el primer partido independentista catalán, fundado por Francesc Marciá.

Un año después, en 1923, y aprovechando el golpe de Estado de Primo de Rivera, hubo un intento frustrado de insurrección en Cataluña, planificado por Marciá, el cual había reclutado un pequeño ejército que atacaría y se infiltraría desde Francia.

El papel de Puigdemont en la conspiración

El 9 de enero de 2016, el presidente en funciones de la Generalitat de Cataluña, Artur Mas, proponía el nombre de un desconocido para ser investido su sucesor.

Como se sabe, Artur Mas, había iniciado anteriormente el proceso independentista, en septiembre de 2012, en un escenario de profunda crisis económica y falta de relaciones con el Gobierno Central. Proceso que se cristalizó en una consulta popular sobre la Independencia, sin ningún valor jurídico y cuya participación sólo fue de un 37% de los catalanes.

Pese a ello, los buenos resultados le animaron a crear una lista única, formada por partidos amistosos a la Independencia y al separatismo, para presentarse a las elecciones autonómicas de 2015. Este partido, rebautizado como Junts per Sí (´”juntos por el sí”), no consiguió la mayoría absoluta, pese a sus 62 escaños en el Parlament. Mas, que lo lideraba, consideró que “habían obtenido el mandato explícito para llevar adelante el proceso de independencia”. Ya asomaban, como puede verse, los signos de una realidad paralela, en la que se cree vivir y defendida a capa y espada. Mas no se ponía de acuerdo en sus negociaciones con la CUP, porque consideraban a aquel un hombre con demasiados escrúpulos, que no podría servir a los intereses independentistas.

No hace falta recordar que la CUP es el partido más radical catalán, compuesto de miembros de la ideología así denominada antisistema. En esta tesitura, Mas tuvo que renunciar a su cargo y delegar su candidatura sobre Puigdemont, bien conocido por sus compañeros como alguien firme, ambicioso, perseverante y fiel a sus convicciones

Pero, asimismo y en el fondo de la maquinaria del proceso, actuaban algunas empresas y bancos. Es decir, estaba en juego dinero, mucho dinero. Que sería factible, al menos desde un punto de vista teórico, al dejar de pagar impuestos a la Hacienda pública, y además cancelando la millonaria deuda que había contraído Cataluña con España. Pues, mediante la declaración de la República, esta deuda prescribiría.

Puigdemont, hasta ese momento había llevado, una carrera mediocre, cuyo único hito consistió en lograr la alcaldía de Gerona. De pronto, de la noche a la mañana, es colocado en el puesto más importante de Cataluña. Y sabrá demostrar que no quiere decepcionar a los que confían en él…

Al amparo de los resultados de un referéndum celebrado el primero de ese mes, el 27 de octubre de 2017 se declara, unilateralmente, la Independencia, así como la primera República de Cataluña.

El mundo observa la escena sin aliento. Por sus implicaciones, por su insólito descaro.

La declaración es anticonstitucional, ilegal, así como el referéndum que lo validaba supuestamente y en el que, por cierto, sólo participaron la mitad de los catalanes.

Por lo cual, el Gobierno, que había tratado por todos los medios de detener el proceso, de acercas posturas, de dialogar, tomó medidas sumarias. Activó el artículo 155 de nuestra Constitución, relativo a los cargos de sedición.

Todos los participantes en aquella ostentosa farsa han sido procesados, demandados y esperan sus respectivos juicios. Algunos, como Junqueras (presidente de Ezquerra per Catalunya), han sido encarcelados. Carles Puigdemont, la cabeza visible de aquel desafío intolerable, huyó, para eludir la acción de la justicia. Y a pesar de demostrar su cobardía, desde Bruselas, la capital de Bélgica y de la UE, le gusta denominarse político exiliado; también cree encarnar a una especie de héroe, de Robin Hood, que da voz a la voluntad del pueblo.

Acusa de fascismo al gobierno de Mariano Rajoy. De censurar la libertad de expresión, en referencia a las cargas policiales del 1 de octubre. Y para volver, exige “garantías”... De lo contrario, y por ridículo que suene, desea gobernar la república catalana virtualmente, desde la distancia y con la comodidad que implica la inmunidad.

Artur Mas está presentemente inhabilitado como autor responsable de un delito de desobediencia. Y su sucesor, está en busca y captura, acusado de los delitos de sedición, rebelión y malversación de fondos.