Es irónico cómo en un instante todo puede cambiar. Cómo de la unión absoluta pasamos a una contraposición irreconciliable de ideas. Dos banderas: una con más de trescientos años de historia y que ha sufrido modificaciones con el tiempo; otra surgida en un momento de reivindicación política y cultural en Cataluña hace una escasa centena. Ambas portan los mismos colores, aunque para algunos el sentimiento supere al cromatismo.
No son pocas las veces que, desgraciadamente, a lo largo de la Historia de España nuestros antepasados han padecido los ilícitos latigazos de los fanatismos.
En un país con más de dos mil años de conquistas y reconquistas, expulsiones y repoblaciones, conflictos y concordias, y aún más, experimentado de todos los regímenes políticos, resurge el dilema latente que siempre ha anidado en el seno de España.
En un ambiente cargado de radicalismo y no cordura, soy, somos testigos del individualismo existente camuflado por una capa de secesionismo, una involución que parecía haberse superado hace escasos cuarenta años. Es lo que ahora mismo respiro en el aire de mi tierra, únicamente disentimiento e inflexible opinión.
Actualmente, España se encuentra en una cadena incesante de vaivenes cuyos dos protagonistas poseen pensamientos antagónicos, pero que radican en lo que parece ser un mismo fin: la Democracia.
Por un lado, el Estado persiste firme en la senda de la legalidad, conforme a la Ley Fundamental que ampara a todo español; por otro lado, el Gobierno de la Generalitat, que no cesa en su propósito de secesión.
Cuando estudiaba la Historia de España en el instituto, destacando de su inmensidad este asunto coetáneo y ferviente, nunca me hubiera imaginado que pudiera ser testigo de lo que una vez mis abuelos vivieron.
Y francamente, siento lástima por ver cómo personas, cuya única unión común converge en ser ciudadanos de una misma nación, son incapaces de comprenderse debido al tosco muro de inquina y discrepancia que los separa.
Dice un refrán que no valoramos lo que tenemos hasta el momento en el que se pierde, y dicho aforismo viene como anillo al dedo al statu quo de España.
Solo veo una movilidad fanática impulsada por el entorno – en la mayoría de los casos mediático - , no por la conmoción y el sentimiento profundo.
Salta a la vista que el fin común a todos es la felicidad y ello no parte de ser un ciudadano honesto tal y como definía Aristóteles en el siglo IV a.C., sino de cumplir con nuestro deber. Porque ninguna ley justa es elaborada de forma parcial y subjetiva.
Al fin y al cabo, lo único inequívoco es que el fanatismo conduce a la irreflexión, anclándonos en la cumbre de la imprudencia e irresponsabilidad.