Venezuela está atravesando un auténtico periodo efervescente de protesta y súplica contra el gobierno que preside Nicolás Maduro. Una escalada de violencia sin parangón que se ha cobrado la preocupante cifra de 66 muertos y casi 3000 presos, algunos de ellos políticos, en apenas dos meses. El último fallecido es un joven opositor de 17 años que recibió el impacto de una bomba lacrimógena en una manifestación. Esto sucede en un país jurídicamente democrático y de facto autoritario, pero severamente fracturado. Las cifras son conmovedoras y a su vez propias de un conflicto bélico.

Los guarismos esclarecen lo que está sufriendo Venezuela, una nación que podríamos catalogar de estado fallido, donde la Administración no tiene garantías sobre el monopolio de la violencia legítima, en el cual existen guerrillas paramilitares afines al chavismo que ponen en solfa la autoridad del estado que, por otra parte, es nula. Allí el juego democrático está siendo quebrantado por el plomo y las contusiones, comandadas por el maniqueísmo y la obstinación de un mandatario presuntuoso y estrafalario en sus métodos de control, ávido de poder y desenmascarado en la labor de arrebatar hasta el último resquicio de legitimidad democrática.

La fragmentación y el desacuerdo alcanzan altas cuotas en la República Bolivariana, hasta tal punto que no existe si quiera consenso en el número de asesinados y reos de las últimas semanas.

Mientras la Fiscalía cifra en 65 los muertos desde que se iniciaron las protestas, intensificadas y constantes durante todo el mes de abril y mayo, el propio gobierno de Venezuela alza la cantidad hasta las 80 víctimas, tal y como informó a través del ministro de Comunicación e Información Ernesto Villegas. Una situación de protesta constante que ha aumentado a partir de abril de 2017 tras la decisión del Tribunal Supremo de inhabilitar la Asamblea Nacional –una resolución finalmente desbaratada-, o la aprobación en mayo de una Asamblea Nacional Constituyente para reformar la Constitución, concentrar aún más competencias en la figura del presidente, y aniquilar una ya debilitada separación de poderes.

Los presos de Maduro

Los presos por las protestas en el país que vio a nacer al libertador caraceño, Simón Bolívar, han alcanzado cifras colosales en los dos últimos meses: la ONG Foro Penal Venezolano estima que 2.977 personas fueron detenidas en los dos meses de protestas. El director ejecutivo de la organización, Alfredo Romero, ha anunciado que “más del 80% son jóvenes”.

Una situación agravada por el conflicto entre la Fiscalía Civil, que preveía penas laxas y concesiones de libertades “plenas”, y los tribunales militares que “exigían la privación, violando el estado de derecho, violando el libre proceso”, los cuales han tramitado un volumen considerable de las penas.

Mención aparte merece el lóbrego e incierto destino de los presos políticos en la nación cuya forma de gobierno es la República Federal Presidencialista. Henrique Capriles, dirigente del partido opositor Primero Justicia e inhabilitado por el gobierno de Nicolás Maduro, ha alertado de que “331 civiles han sido llevados a los tribunales militares” y 168 permanecen detenidos bajo la “jurisdicción militar”.

Además, ha señalado que la diferencia de cifras sobre fallecidos se debe a que “hay unos casos que se están investigando” para diagnosticar si se correspondieron con la violencia o están vinculadas a la “lucha por restablecer la Constitución del pueblo venezolano”.