El próximo domingo, 28 de abril, se celebran las elecciones generales en todas las comunidades autónomas del país. Tras múltiples debates televisivos, exhaustivas campañas electorales a pie de calle, carteles bellamente diseñados y anuncios carentes de significado, grandes discursos y pobre retórica, finalmente es el pueblo llano quien debe dar el paso y elegir cuál quiere que sea su porvenir. Es un momento clave, de una fuerza tal, que espanta el resultado. No sólo está en juego el futuro inminente de la nación, sino que se trata de uno de los pulsos de fuerza entre la derecha y la izquierda más sañudos y feroces en pasadas décadas.
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Por una parte, la irrupción, hace ya unos años, de nuevas fuerzas políticas a escena, supuso un cambio drástico en el panorama electoral, trayendo consigo efectos tanto negativos como positivos. La llegada de organismos como Ciudadanos (formado en 2006 desde la plataforma cívica Ciutadans de Catalunya) y Podemos (fundado en 2014) a la primera fila del espectro político hizo que “grandes” cachalotes sempiternos, como el Partido Socialista o el Partido Popular, se replantearan sus estrategias y decidieran mejorar su programa electoral (o al menos ser más ambiciosos con sus promesas) con tal de evitar quedar ensombrecidos por estos recién llegados.
De este modo, agrupaciones como Izquierda Unida encontraron un aliado robusto, aunque un tanto volátil, con quienes pudieron pactar y confluir. En la actualidad, se presentan como Unidas Podemos. Por otro lado, Ciudadanos, descendiente directo de la derecha conservadora, decidió llevarse bien con su padrastro, el Partido Popular.
Otro de los grandes alicientes que se nos presenta en estas elecciones es la súbita y bienvenida llegada de movimientos, tanto feministas (Movimiento #Metoo, las marchas del 8 de marzo de los últimos años, las reacciones unánimes de rechazo frente a episodios de violencia machista como las de las diversas “Manadas”, etc.) como de concienciación entre los jóvenes sobre la importancia crucial que tiene el hecho de comprometerse y comprender cómo funciona la política en nuestro país, y de cómo ellos mismos pueden cambiarla.
Por desgracia, siempre hay que lidiar con traspiés durante el camino y, en este caso, tenemos el auge desmesurado de formaciones de la ultraderecha como VOX, que pasó de la nada a imponerse como quinta fuerza en las elecciones de Andalucía de 2018.
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Nos encontramos, por tanto, en el ojo del huracán. El momento de calma definitivo antes de que seamos arrastrados de nuevo a uno de los vórtices de la tempestad más salvaje de los últimos tiempos. Se nos ha encargado ser los objetores de conciencia del siglo XXI; a decir no a los de siempre; a buscar nuevas vías pacíficas y de diálogo; a no caer frente a la tentación al odio o al desánimo; a ver a través de las mentiras de la derecha; a exigirle a la izquierda mucho más de lo que ha hecho hasta ahora, y a pensar en el porvenir de nuestros familiares, amigos y camaradas ciudadanos.
Se nos ha encargado votar con la cabeza, pero también con el corazón. Debemos evitar que nuestro país se convierta en otro infierno ultranacionalista y reaccionario como el que Trump ha instaurado en Estados Unidos. Suyo es el voto del castigo y el odio. El nuestro debe ser el de la concordia y la esperanza. El próximo 28 de abril vota, por favor.