El triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil patea el tablero político latinoamericano que en alguna oportunidad estuvo hegemonizado por el progresismo. El ascenso de la ultra derecha al poder empieza a plantear la duda de qué pasó con los gobiernos populares que habían conseguido importantes avances sociales.
¿Avanza la derecha en América?
Lo primero que debemos analizar es si la región está realizando un giro hacia la izquierda. Con Mauricio Macri reemplazando al kirchnerismo y Jair Bolsonaro al PT, además del nuevo reemplazo de Michelle Bachelet por Sebastián Piñera en Chile, parecería que sucede algo parecido.
Sin embargo debemos destacar el movimiento de México hacia la izquierda con Andrés Manuel López Obrador, el mantenimiento en el poder de Evo Morales en Bolivia, del Frente Amplio en Uruguay y de Nicolás Maduro en Venezuela, la elección de Lenin Moreno en Ecuador que, al momento de ser electo, representaba al ex presidente Rafael Correa, mientras que Colombia, Perú y Paraguay, por nombrar algunos ejemplos, mantienen desde hace tiempo sus gobiernos más cercanos a la derecha. Como lo de Chile no es algo novedoso sino que ambos candidatos se vienen sucediendo desde 2006, este texto se centrará en los procesos de Argentina y Brasil tomando como punto de partida un análisis progresista de la situación.
¿Qué llevó al kirchnerismo a perder el poder frente a alguien que hablaba de bajar el “costo laboral” antes de candidatearse a las elecciones en un país donde la mayoría de su población es de clase trabajadora y hay una alta tasa de sindicalización? ¿Qué hizo que un candidato racista, homofóbico y misógino logre un 46% de votos en primera vuelta en un país con una población de 51% de mujeres y más de la mitad de la población de negros?
Respuesta rápida desde los sectores progresistas: “los medios de comunicación le lavaron la cabeza a las personas que votaron en contra de sus intereses”. Si y no, pero esto merece un análisis más elaborado. Empecemos primero por ver qué provocó la caída de estos modelos y después analicemos cómo influyeron los medios.
Problemas económicos
En general, los progresismos vinieron acompañados con crecimientos económicos que permitieron la salida de la pobreza de millones de personas, valiéndoles de un apoyo popular muy importante. En 2010 Dilma Rousseff reemplazó a Lula da Silva con un 46% en primera vuelta y un 56% en segunda, mientras que un año después Cristina Fernández de Kirchner fue reelecta con un 54% a más de 37 puntos porcentuales de diferencia con el segundo. Pero toda luna de miel tiene su final.
La buena economía tapa todos los problemas, pero cuando el dinero empieza a escasear, aparecen los problemas ocultos bajo la alfombra. En ambos países hubo un estancamiento económico que en Brasil, por ejemplo, llevaron al gobierno a realizar medidas de ajuste mientras que en Argentina se destruyó la estadística pública impidiendo saber la inflación o la pobreza.
Cuando suben los gastos y aparece el déficit suenan los discursos liberales con fuerza. Si bien están permanentemente en los medios, su aceptación en la sociedad empieza a materializarse haciendo que los modelos progresistas se consideren acabados. La imposibilidad de salir de estos estancamientos permitió que el otro discurso penetrara fuerte y que la población, en su mayoría, se volcara por un cambio del rumbo económico. Aquí perdieron el debate ideológico.
Ya no alcanza el “roba pero hace”
Algunas cuestiones, producto del advenimiento de los partidos catch-all – partidos profesionales dedicados a la obtención de votos más que a la imposición de intereses ideológicos – superaron la típica dicotomía entre izquierda y derecha.
Los más importantes podríamos decir que son la corrupción y la inseguridad, problemas que afectan a gobiernos de todo tipo.
El progresismo perdió la batalla contra la corrupción. Más allá de las múltiples causas judiciales, durante el kirchnerismo se vaciaron varios organismos de control. La Defensoría del Pueblo quedó vacante, la Oficina Anticorrupción no funcionaba, la Sindicatura General de la Nación era completamente dependiente del Poder Ejecutivo por su origen, entre otros organismos.
En Brasil el Lava Jato arrasó todo el sistema político brasilero. Casi todos los partidos políticos tenían algún miembro involucrado. La causa llegó, incluso, al líder del PT, Lula da Silva, y a la presidenta del Brasil, Dilma Rousseff.
Los políticos que van a reemplazar estos modelos, Macri y Bolsonaro, van a ser los contrapesos a este poder y la esperanza de un país sin corrupción.
La “sensación” de inseguridad
La desigualdad, la marginalidad y el estancamiento económico producen inseguridad. Cuando el sistema está atestado de corrupción, los organismos de control contribuyen a fomentar la delincuencia más que a atenuarla. Tanto en Argentina como en Brasil sucede esto, aunque en Brasil, uno de los países más desiguales del mundo, esto se da de una forma extrema. Mientras en Argentina, en 2015, se produjeron 6,6 homicidios cada 100 mil habitantes, en Brasil este número ascendía a 25,7.
Ante la dificultad de los gobiernos para resolver estos problemas, fueron apareciendo varios espacios desde la derecha que ponían la inseguridad en el centro de la escena y preocupándose, principalmente, por aumentar el presupuesto destinado a medidas represivas, mal llamadas de prevención.
Esto significaba aumento del presupuesto para la policía, por ejemplo equipamiento, el aumento de las fuerzas policiales y patrulleros, instalación de cámaras y reformas penales para establecer castigos más duros.
Algunas medidas se aplicaron dentro de los gobiernos progresistas, por ejemplo el entonces gobernador de Buenos Aires, Daniel Scioli, al declarar la emergencia en seguridad, pero no tuvieron los efectos esperados. La derecha entonces hegemonizó las alternativas a la inseguridad mientras que la izquierda decidió dedicarse a otras cuestiones como la pobreza, el desempleo o la desigualdad tomando a la inseguridad desde un aspecto social más que represivo.
En Brasil la violencia es tan fuerte que el Estado perdió el monopolio de la violencia legítima en muchos territorios por parte de grupos narcos que controlan varias favelas.
El discurso progresista de penas que sirvieran para reinserción más que de castigo, de que se respeten los derechos de los presos y los procesos correctos, solo lograron enojar a una gran parte de la población que había vivido directa o indirectamente un hecho de inseguridad y más que justicia buscaba venganza. Esta venganza el progresismo no estaba dispuesto a dársela, pero había un sector que sí lo estaba.
El rol de los medios y la falta de representación
Algo importante a tener en cuenta es que los regímenes populistas son muy personalistas y cuando la figura principal es corrida a un segundo plano existen dificultades para volver a construir poder. Tal es el caso de Cristina Fernández quien tuvo que presentarse a la reelección en 2011 por la muerte de su marido, Néstor Kirchner, en 2010, impidiéndole ir por una tercera reelección en 2015.
Con Lula da Silva pasó algo similar, si bien podía presentarse, el Poder Judicial dictó que debía estar preso impidiéndole presentarse a cargos públicos. Fueron reemplazados por Daniel Scioli y Fernando Haddad, respectivamente.
Dicho esto, es bueno aclarar que los medios no jugaron un papel pasivo sino que agravaron los problemas que tenían los gobiernos progresistas. En economía es claro ya que ambos gobiernos respondían a un modelo de gobierno no liberal, sino más bien proteccionista. Los medios impusieron la famosa frase “una casa no puede gastar más de lo que tiene”, poniendo el énfasis en el equilibrio en las cuentas fiscales. La única solución frente a un desequilibrio, única según estos medios, es “ajustarse el cinturón”, por lo que los gobiernos que buscan expandir sus economías a través de un aumento del gasto son criticados constantemente.
Plantean como única alternativa el ajuste y aquellos candidatos que se preocupan por esa situación son los que quedan en primera plana de todos los medios. Transformar esa exposición en votos es cosa de ellos, pero ciertamente lo tienen más fácil que otros partidos.
El otro punto tiene que ver con la corrupción a la cual los sectores progresistas no supieron confrontar. A los numerosos casos de corrupción que llegaban hasta los funcionarios más altos – el Lava Jato en Brasil o las causas del vicepresidente argentino, Amado Boudou – los gobiernos progresistas respondieron con “eso es mentira, es una operación”. Al principio puede funcionar, pero ante un constante ataque de los medios se llega un punto en que la falta de respuesta y la aparición de nuevos casos termina cansando a la opinión pública.
Con ayuda del progresismo, los medios lograron encapsular a la corrupción como algo exclusivo de las izquierdas. Tanto Macri como Bolsonaro, que se presentan como “outsiders” de la política a pesar de tener varios años en ella, figuran como la representación de la transparencia y el combate contra la corrupción instalada. Los problemas legales de estos candidatos, como el procesamiento de Macri al momento de asumir o el crecimiento patrimonial de Bolsonaro y sus hijos, parecen no importarle ni a los medios ni a la opinión pública. La corrupción, según la opinión pública, solo se encuentra de un lado de la grieta, por lo que vota a la otra.
Finalmente, respecto a la inseguridad, Brasil y Argentina son muy disímiles.
El primero es uno de los países más desiguales y violentos del mundo, con fuerte presencia de narcotraficantes. En muchas favelas el Estado no puede entrar, algunas son controladas por grupos narcos y otras por organizaciones armadas que brindan la seguridad que el gobierno no puede dar. En este contexto tan violento la opinión pública busca una solución rápida y extrema. Mano dura, tortura, pena de muerte, lo que sea con tal de eliminar la delincuencia (y a los delincuentes). El progresismo busca una respuesta distinta a la inseguridad, mientras que medios y opinión pública quieren la mayor fuerza posible del Estado. Bolsonaro, defensor de la tortura, expresa esta visión.
En Argentina, si bien existe inseguridad, es uno de los países más seguros de Latinoamérica. Sin embargo se creó una sensación de violencia extrema en donde los casos de inseguridad aparecían todo el tiempo en la primera plana de los medios. Ante la incapacidad del kirchnerismo de solucionar este problema, que a pesar de los discursos sí existe, sumado a casos de delincuentes que salían antes de que terminara su condena y reincidían, hicieron que fueran ganando lugar discursos más cercanos a la mano dura y a las penas más estrictas, aunque no fueran tan extremos como en Brasil. Incluso la pena de muerte es algo que aún se discute y se defiende, ya sea desde los medios o desde casos de linchamientos a delincuentes que algunas veces termina con su muerte. La defensa de Mauricio Macri al policía Luis Chocobar, alguien que está siendo investigado ya que mató a un delincuente que huía por la espalda, es una expresión de esta visión. Incluso el caso del carnicero Daniel Oyarzún, quien persiguió con el auto a unos ladrones varias cuadras hasta que los atropelló y mató a uno de ellos, siendo declarado inocente en el juicio y festejado por gran parte de la opinión pública.
¿El progresismo está acabado?
El avance de la derecha no es generalizado pero pisa fuerte en algunos de los países más importantes de la región. Históricamente, los medios masivos y hegemónicos se vinculan con discursos de derecha y liberales, lo que los lleva a un enfrentamiento constante con movimientos populares. Sin embargo, lo que el progresismo no pudo ver es que le dio las armas necesarias a su rival para que los combatan. Si va a existir una vuelta al poder de un gobierno populista progresista, es necesaria una autocrítica para comprender qué errores cometieron y corregirlos.