Haber nacido en Cuba es, desde cualquier punto de vista, asegurarse un lugar especial en el universo. Los cubanos en cualquier parte del mundo se caracterizan por su hospitalidad, buen humor, ritmo y “sabrosura”. En general son bien recibidos y admirados en todas partes, pues siempre están dispuestos a ayudar al prójimo a “resolver” los problemas y mantienen sus puertas abiertas, prestos a divertirse y pasarla bien.
Es la cubana una sociedad en buena medida estigmatizada, tratada en diferentes medios como buena o mala idea, dependiendo de la tendencia política.
Admirada por sus logros en varios ámbitos. Pero curiosamente, entre tanta buenaventura y perfección, encontramos fisuras que empañan el buen nombre de los servicios cubanos y manchan de oscuro el brillo de un país que ha logrado sobrevivir a las más impensables situaciones. Se trata del servicio y el trato “especial” que se da en la mayoría de los establecimientos, sobre todo estatales, a los mismos habitantes de la isla.
Llegar a un restaurant, cafetería, hotel o cualquier local que brinde servicios gastronómicos o de otro tipo significa, en todas las ocasiones, encontrar un muro de reservas por parte de los empleados. Estos no se molestan en atender los deseos y necesidades de sus clientes.
Hay demoras, malos tratos, distracciones en el servicio, miradas suspicaces y hasta ataque verbal, poniendo en duda muchas veces la posibilidad económica de disfrutar la estancia en un lugar determinado.
Un pasaporte extranjero puede hacer la diferencia
Hace poco fui testigo presencial de un hecho que llamó la atención de mi acompañante.
Iba a un hotel con un amigo, con la idea de mostrarle las maravillas de Varadero, la playa más famosa y mencionada de Cuba, polo turístico que aporta al país cada año millones de pesos y objeto de varias inversiones. Los hoteles de la península están siempre llenos de visitantes que repiten y disfrutan de las delicias del clima tropical.
La propaganda a nivel mundial señala esta área como excelente destino de sol y playa para pasar vacaciones familiares o un tiempo de relax. Y ahí fuimos, ligeros y cortos de tiempo, a uno de los más renombrados hoteles donde habíamos reservado días antes.
Llegando a la puerta, con amabilidad, dimos los buenos días a dos personas que estaban a la entrada. Sin que ninguno respondiera seguimos nuestro camino. Segundos después uno de ellos, con tono acusatorio y irritación en la voz, nos sigue y nos pregunta malhumorado en qué puede ayudarnos. Al responder que teníamos una reservación, nos dejó seguir con tranquilidad, aunque notablemente contrariado.
En la recepción dejé solo por unos momentos a mi acompañante.
Cuando regresé, visiblemente sorprendido, mi amigo me comenta que la chica, al hacer el registro, lo trató un poco mal, con desgano y pereza. Eso hasta que vio su pasaporte de México. Entonces su actitud cambió de forma radical, tratándolo con mucha amabilidad y hasta bromeando con algo de coquetería.
¿Por qué hay tanta diferencia entre un pasaporte extranjero y una identificación nacional? ¿No es acaso igualmente meritorio y justo tratar al mismo nivel a todos los que lleguen a disfrutar de un establecimiento o solicitar los servicios de un local? Son estos ejemplos tristes que mellan la excelencia de una sociedad, que por otra parte sobresale en el mundo por alcanzar la independencia y soberanía, y por defender ideales que benefician a todo ser humano por igual.