Una vez me comí 40 chocolates y sobreviví. Digo 40 por redondear el número. Digo 40 porque, en realidad, la caja traía 50 unidades, pero es muy posible que me hubiera tocado compartir algunas con mis hermanos, pues, como algunos sabrán, en las casas donde hay muchos hijos, todo se tiene que compartir así uno no quiera y en mi casa éramos cinco hijos, más la mamá, más la empleada del servicio.
A mi papá no lo cuento porque se acababa de morir y yo sobrellevaba la ansiedad de su muerte comiéndome las uñas y arrancándome las pieles hasta que me salía sangre y me quedaban heridas que después se llenaban de un pus sanguinolento.
Fue entonces cuando mi tía Tita, que en ese momento trabajaba en la Compañía Nacional de Chocolates, me dijo que si le mostraba mis uñas largas me daría una caja entera. No una caja de las de 12, no. Una caja de las de 50.
Tras un mes de enorme fuerza de voluntad, llegaron los chocolates y como a los 11 años todavía se ignoran muchas cosas, entre ellas, que uno no puede comerse una caja de chocolates en una sola tarde, lo que me ocurrió fue una intoxicación por cacao.
Primero comenzó la visión borrosa y ralentizada, como si el mundo se moviera a cámara lenta. Luego los sonidos se intensificaron a tal punto, que la infantil pelea de mis hermanos en el cuarto de al lado se oía como un altercado de verduleras y la bisagra de la puerta del baño a la que tal vez le faltaba un poco de aceite, chillaba como un animal salvaje a punto de embestir.
Lo que vino después fue el dolor de cabeza, el cual aguanté con mucha compostura, porque otra cosa que se aprende cuando se tienen muchos hermanos y además falta el papá es a quejarse solo cuando un asunto sea de vida o muerte, pues de lo contrario la mamá con una dosis de “no-piense-en-eso”, se desentiende totalmente del tema.
Así que aguanté lo más que pude hasta que la situación, en efecto, se volvió un asunto de vida o muerte.
Para ese entonces, la potencia de mi propio vómito me había hecho perder el equilibrio y revolcarme en el suelo sobre lo que antes fue Chocolate y ahora era una mezcla de bilis y cacao aún sin procesar. Estaba, prácticamente, nadando en lo que había desechado cuando me encontró mi mamá, me envolvió en una toalla playera para que no se ensuciara el automóvil y me dio un recipiente para que siguiera vomitando en el camino hacia la clínica.
Todavía me acuerdo de las miradas atónitas de los otros enfermos que estaban en fila, somnolientos y doloridos esperando sus turnos en la penumbrosa sala de urgencias. También recuerdo la cara de las enfermeras con los ojos fijos en mi recipiente ya punto de derramarse de lo lleno que estaba, mientras el médico de turno interrogaba a mi mamá:
—¿Pero qué se comió esta niña, por Dios?
—Pregúntele a ella, pregúntele, —respondió mi mamá toda ofuscada mientras las miradas se posaban sobre mí, mi recipiente con vómito y mi vestido de toalla playera, en búsqueda una respuesta.
—Doctor, todo esto pasó por dejar de comerme las uñas, —dije con un hilito de voz.
Así que me las seguí comiendo, tal vez porque a pesar del tiempo, todavía siento ansiedad por la muerte de mi padre o como un aviso para que el chocolate nunca jamás vuelva a sentarme mal.
Ahora que lo pienso bien, la mezcla de uñas y chocolate fue mi estrategia para sobrevivir en ese momento. Lo sigue siendo ahora mismo. Lo seguirá siendo durante toda mi vida.