Estrés, la epidemia del siglo XXI
Es curioso como la mente nos juega malas pasadas muy a menudo, incluso más a menudo de lo que podemos imaginar. Nuestro ritmo de vida se acelera cada vez más y tal parece que la mente tiene que hacer un enorme esfuerzo en acoplarse a tanta actividad, dándonos señales de agotamiento de mil maneras distintas, a las que muchísimas veces no prestamos la más mínima atención.
Fruto de tanta actividad a marchas forzadas es que nuestra mente y por ende nuestro organismo entero, tiene que verse obligado a poner la maquinaria a tope para seguirnos el ritmo como mejor pueda.
Pero ocurre a veces, que es tanta la presión que a veces el cuerpo no aguanta y se da por vencido y entonces, cansado ya de mandarnos señales de aviso de todo tipo y de ser ignoradas, el organismo nos manda unos síntomas alarmantes que a los más hipocondríacos les hacen pensar que llegó el final de sus días y a los más reacios, les hace al menos frenar un poco en sus frenéticas actividades e incluso acudir al médico en busca de un diagnóstico.
Esto afortunadamente no ha sido siempre así, tal parece que el tiempo, a medida que los años avanzan, va siendo cada vez más escaso, el bien más preciado que podemos tener y el que con más facilidad solemos perder.
Si retrocedemos tan solo unas cuantas décadas atrás, cuando el teléfono móvil era tan solo un proyecto en fase de prueba o para usar un ordenador personal nos veíamos obligados a aprender el sistema binario, podremos comprobar cómo la percepción del tiempo era totalmente distinta a la de hoy en día, tan distinta como si ambas generaciones no perteneciéramos al mismo planeta.
Presos de nuestros síndromes
Si seguimos retrocediendo, aun podremos asombrarnos más al descubrir a nuestras abuelas dedicadas a las labores del hogar, cargadas de hijos, ocupadas en preparar la comida, ir por agua al río o arroyo más cercano y hacer la colada a mano, sin electrodomésticos de ningún tipo que le facilitaran las tareas domésticas y a pesar de sus tareas, les sobraba tiempo para sentarse a coser, bordar o charlar tomando café con la vecina de al lado.
El tiempo en esos años parecía detenerse, parecía, que jugando a su favor, se alargaba para la satisfacción de todos aquellos que vivieron en esa época.
Todo transcurría de manera más lenta o al menos esa es la impresión, claro que, las actividades y entretenimientos de nuestros abuelos no eran la que tenemos en este siglo XXI.
Había tiempo para leer, para estudiar música, para crear poesías o simplemente para leer un cuento a los niños o mantener una conversación pausada y serena con el consorte o con algún amigo o conocido.
Posiblemente esta percepción del tiempo antaño y ahora, será solo eso, percepción, porque el reloj es quien se encarga de marcar el paso, cada segundo, cada minuto y ese es el mismo siempre, independientemente de la época que nos toque vivir. ¿Qué es entonces lo que hace que años atrás el tiempo pareciera que daba más de sí?, quizás, si pensamos en todo lo que nos roba el tiempo y la atención, podremos ver claramente donde nacen nuestras quejas y también nuestras “enfermedades”.
Es entonces cuando nuestro dinámico campo de la ciencia, pide turno y empieza a calificar a diestro y siniestro enfermedades de "síntomas raros”, nuevos, que para poder darles una explicación le colocan delante el vocablo “síndrome” añadiéndole detrás el nombre o apellido del facultativo, doctor o científico que bautiza la “enfermedad” y la patenta como suya de por vida.
Nace entonces un amplísimo abanico de terminología científica que pasa por el síndrome de Estocolmo, el de Asperger, el de Diógenes, el de Capgras o, escapando a nombres propios, el llamado post-vacacional.
Diferenciando entre ellos el grado de gravedad o molestia que el “enfermo” de estos síntomas pueda sentir, algunos en verdad, no tienen justificación ni razón de ser, este es el caso del síndrome post vacacional. ¿En verdad se puede sentir nostalgia, ansiedad o cualquier tipo de emoción negativa después de haber disfrutado de unas vacaciones laborales? ¿En verdad hay motivos reales cuando más de la mayoría de la población no tiene un trabajo ni posibilidades ningunas de marcharse de vacaciones a ningún lado?
Es fácil acostumbrarse a vivir a la zona de confort a la que sin darnos cuenta nos volvemos adictos y sin la cual, la pena nos come y nos llena de miedos.
Nuevos horizontes
Contra todo este berenjenal de insatisfacciones, costumbres perpetuadas, hábitos adquiridos, negación a salir de la zona de confort y mil y una razones más, como solución o remedio a tanto mal nuevo, nace el interés en la zona occidental por el arte milenario de la relajación oriental, como es el caso del yoga, el Taichí o el últimamente tan sonado, el mindfulness.
Recuperar el tiempo perdido, volver a nuestro centro, priorizar nuestras verdaderas necesidades, parecen ser las metas de muchas personas que tocan techo y vuelven a conectarse con su interior, en un intento de devolverle algo de sentido a su desmotivada vida.
El mundo de occidente vuelve sus ojos al gigante dragón y a su hermano nipón para recuperar la paz y serenidad que sus técnicas otorgan a quienes las practican. Podemos ver entonces como estamos inmersos en una nueva apertura hacia las creencias milenarias orientales y en general, a cualquier cultura ancestral que sabía del bien vivir, de medicinas o técnicas de relajación, enfrentado la vida con una filosofía de respeto a la naturaleza, a sus congéneres y hacia sí mismos, que aún hoy tras tantos años después de su desaparición, nos maravillan y dan ejemplo, siendo dignas de recordar e imitar.