Todo el mundo se suma a las efemérides porque están de moda. El día que se cumple un acontecimiento parecemos Doctores Ilustrados y lanzamos nuestras opiniones personales y nos convertimos en paladines del tema en cuestión. Nos lo tiene que recordar Twitter o Google, porque a veces, con la vertiginosa velocidad de la vida, se nos pasa lo esencial. Y lo esencial es lo que Saint-Exupéry quería dejar patente en El Principito, lo que se nos escapa de los ojos, de la mirada, a simple vista.

Hace una semana se inundaban las redes sociales y la prensa del extraordinario 75 aniversario de la publicación de El Principito, un 6 de abril de 1943.

En los últimos meses de la II Guerra Mundial, un piloto militar francés escribió e ilustró (ay, esos dibujos sempiternos) en Estados Unidos, exiliado tras la Guerra, esta joya, pequeño joyel más bien, donde condensa grandes valores humanos, y muestra también con otros personajes la otra cara de la maldad, el egoísmo, la sinrazón.

Resume la grandeza humana en un niño rubio y puro, inocente pero lleno de ansias de conocer y amar

Por eso, destacar hoy, un día cualquiera, este tesoro universal es algo principalmente necesario, y meramente humano. Y es que parece que ha existido desde siempre, desde tiempos de la Bibia, o más allá del Trabajo y los Días; tal es su hondura infinita. Resume la grandeza humana en un niño rubio y puro, inocente pero lleno de ansias de conocer y amar.

Su planeta parece su propia vida y los planetas de los demás, las vidas de los que va conociendo durante sus viajes.

El valor de una verdadera amistad entre el único heredero del mundo al que reconocería y el piloto de esta aventura es el canal por el que atravesamos sus páginas con alguna lágrima encendida. La rosa, el zorro, la oveja, los volcanes, los baobabs, el elefante-sombrero...como dijera Lope, "quien lo probó, lo sabe".

Por eso El Principito no necesita venderse, sino conocerse.

El Principito no necesita venderse, sino conocerse

Mi abuela no tuvo edad de leerlo en su infancia. Pero qué triste no leerlo, y sobre todo, no releerlo en la edad adulta. Porque a priori nos parece un libro de niños, para niños. Pero no, como el Platero de Juan Ramón.

No. Ya Saint-Exupéry, en su famosísima dedicatoria, habla de la cruda realidad:

(A León Werth) [...] Si todas estas excusas no fueran suficientes, quiero dedicar este libro al niño que esta persona mayor fue en otro tiempo. Todas las personas mayores han sido niños antes. (Pero pocas lo recuerdan.) Corrijo, pues, mi dedicatoria: (A León Werth, cuando era niño).

Pondré siempre en lugar privilegiado este libro. Mi hija tiene que leerlo. Pero sobretodo releerlo. Como yo, este ejemplar de 1984 que tengo en la mano, de mi padre. Impagable legado generacional.