El director italo-norteamericano nos muestra un film contundente, una obra narrativa intachable, sobre los últimos misioneros en el Japón durante el siglo XVII. La historia narra los dos últimos apóstatas que llegaron a las costas del país del sol naciente como misioneros creyentes y la persecución que sufrieron los cristianos en esas tierras. Al igual que en La última tentación de cristo, la lectura de la fe y sus duros caminos, la muerte por las creencias y los peligros que supone el nuevo orden cristiano en las esferas de poder rival, el caso del politeísmo y el orden romano, y en el último film la oposición del orden japonés y el budismo, muestra la contradicción entre el hombre y la fe, el poder y la “verdad”, las muertes que generan tal hecho y la estabilidad del orden imperante en el antiguo Japón.

La buena nueva de los creyentes sin fisuras, la que representan los dos padres portugueses que llegan a las costas orientales y las almas de los feligreses que buscan en ellos la luz donde poder mantener sus creencias. Estos colonos y sus ideas chocan frontalmente con el status quo y el poder que representa el gran inquisidor Inoue (Issei Ogata), el viejo poder Samurai.

La historia versa sobre la búsqueda del padre Ferreira (Liam Neeson), el último misionero que llegó a aquellas tierras y que, según informes de mercantes holandeses, ha apostatado. Las almas se pierden en el extremo Oriente. Japón lleva a cabo una limpieza de la doctrina cristiana, la persecución a los creyentes y su muerte es sistemática.

La nueva religión es un peligro que hay que erradicar. Esto lleva a viajar a dos jóvenes padres misioneros a aquellas tierras, el padre Garrupe (Adam Driver) y el padre Rodrigues (Andrew Garfield). Su objetivo es perpetuar el cristianismo y conocer si es cierto el destino del padre Ferreira.

La odisea de la autodestrucción, un eje crucial en todas las historias de Scorsese tiene en este film otra de sus espejos más evidentes. Si en Taxi Driver (1976), la moral y principios de Travis (Robert Deniro) eran los de un moderno cownboy buscando justicia y pureza por las calles de NY, en un claro viaje hacia la autodestrucción, es la fe, en este caso, el camino que lleva a los creyentes a una autodestrucción inútil.

Un acto de sacrificio que bajo la moral cristiana les perpetuará en todo el mundo, mostrando así la fortaleza de sus ideas frente a la debilidad de las otras. Este hecho, conocido por las autoridades niponas plantea la principal reflexión del film. Las ideas y las creencias de las religiones siempre fueron el pilar donde construir el poder de los imperios. No solo era la fuerza, sobre todo eran las ideas que podían desembarcar en imperios contrarios los que podían hacerlos debilitar. Las mentes de los corderos, los bien pensantes, eran la antesala de la llegada de los guerreros. Esa es la encrucijada que finalmente los misioneros tienen que descifrar para descreer, hacerse apostatas y contribuir a que el budismo y el sintoismo se perpetuaran en el Japón, y no se viera contaminado el país por el cristianismo, un arma de poder en toda orden que daba dignidad al pobre y le decía que era igual que el señor, prometiendo al hombre el paraíso después de la muerte.