Roger Federer se convirtió este domingo en el segundo campeón más longevo tras vencer a Rafael Nadal por 6-4, 3-6, 6-1, 3-6 y 6-3, en 3 horas y 37 minutos en el Rod Laver Arena de Melbourne. "Esto me está matando", decía el suizo tras caer hace ocho campañas en el mismo escenario y contra el mismo rival. Una derecha ganadora le devolvió a la senda de la victoria y suma su decimoctavo "Grand slam", desde que en el 2012 ganará Wimbeldon.

En el partido deseado por todos los amantes del tenis, el espectáculo no defraudo. El partido fue auténtica oda al tenis y fue uno de los mejores partidos que se recuerda.

Era la trigésima quinta vez que ambos se enfrentaban, la novena final en un grande y ésta, como la ocasión se lo merecía, se resolvió después de un ciclópeo pulso y un volcánico desenlace en el que terminó imponiéndose el suizo Roger Federer y conquistó así su 89º trofeo de su legendaria carrera, su quinta corona del Open de Australia.

Ganó él, el campeón eterno, pero la moneda bien podría haberse decantado del otro lado, porque Nadal (catorce grandes) ofreció la resistencia de Sísifo. Ganó Federer, leyenda viva, pero por encima de todo triunfaron el tenis, en particular, y el deporte en general.

Ahí quedó el valor propio del partido, una lucha entre dos titanes que agrandan su leyenda. Dos titanes que han marcado una época y que dejaron muy alto el listón tanto en la pista como fuera de ella de lo que son y deben ser dos campeones.

Como no, alabar a Nadal, un ejemplo para los más pequeños, noble en la victoria y siempre amable en la derrota, dio una lección de saber perder aceptando que el suizo fue mejor.

Cómo no ensalzar a Federer, el mejor tenista de la historia, reconvertido en rey desde la aparente posición de peón, y siendo un caballero a la hora de ganar, llegando a declarar: "Ojalá en el tenis existiera el empate, Nadal también se merece el trofeo" . Un ejemplo de deportividad y respeto de dos figuras legendarias que hacen que tenis sea un deporte todavía más grande.