¿Acaso le corroe en las entrañas el daño causado, pero morirá antes de admitir tal cosa? ¿O realmente cree que lo que hizo estaba justificado y es completamente irreflexivo a los supuestos daños colaterales? Estas son algunas de las preguntas que rondarán en nuestra cabeza cuando salgamos por la puerta del Cine después de ver “El Vicio del Poder”. La película del director Adam McKay, que se estrenaba en nuestras salas el pasado 11 de enero, es una trágica fábula, ya antes contada en las grandes obras del dramaturgo William Shakespeare (sin destripar la sorpresa, hay una clara referencia a este hecho en el propio filme) sobre el poder, su obtención, y la consiguiente degeneración y envilecimiento que puede provocar en las personas.

“Desconfiad del hombre silencioso pues, cuando todos hablan, él escucha; cuando todos actúan, él planea, y cuando todos descansan, él golpea”

El guion, del propio McKay, es un trabajo (como él muy bien reconoce al principio de la película) mastodóntico de investigación sobre la figura de Cheney, algo doblemente dificultoso, teniendo en cuenta que su figura jamás ha sido expuesta abiertamente a la opinión pública y, tal y como se puede ver en el filme, Cheney es una persona reservada y discreta, que no da un paso en falso ni dice una palabra de más.

McKay, muy avezado a la comedia (trabajó como guionista en el famoso show norteamericano Saturday Night Live) como se desprende de su filmografía, con largometrajes tales como “La Leyenda de Ron Burgundy”, dio un contundente golpe sobre la mesa con “La Gran Apuesta” en 2015, una sátira sobre la crisis financiera de 2008, y parece que, desde entonces, ha encontrado su razón de ser en la denuncia al establishment político y económico de su país, recogiendo el testigo de titanes del género como Sidney Lumet u Oliver Stone.

“No voy a pedir perdón por las cosas que hice. Vosotros me elegisteis. Ha sido un honor serviros”

Prepotente y sin mostrar ninguna clase de remordimiento. Así es como Christian Bale encara su papel en la película, asombrosamente metamorfoseado en el político republicano Dick Cheney, que llegó a la vicepresidencia de los Estados Unidos bajo el mandato de George W.

Bush, entre los años 2001 a 2009. Más allá del enésimo portentoso cambio físico que el actor realizó para asemejarse a Cheney, es de destacar su sobriedad interpretativa que, junto a un trabajo de expresividad brutal, hace que realmente te olvides del actor y creas estar viendo al propio congresista de Wyoming interpretarse a sí mismo en su ascenso al poder político de Norteamérica.

Igual de meritorias son las actuaciones del resto del reparto. Amy Adams, quien interpreta a Lynne Cheney, esposa de Dick y una metódica escritora, se zambulle en un papel complicado, a la par que interesantísimo, pues le obliga a mantener el equilibrio entre la ambición desmesurada (a veces incluso mayor que la de su marido) por conseguir éxito y un estatus social deseado, y por otra la de aparentar ser una esposa devota y sumisa, acorde con los tiempos que le habían tocado vivir. Sam Rockwell y Steve Carell se dejan llevar, encargados de dar vida al inepto George W. Bush y al desalmado Donald Rumsfeld, respectivamente, ofreciéndonos retratos un tanto carentes de la profundidad de los de los Cheney, pero completamente solventes y nada desmerecedores.