“Marta yo te digo, me tienes en tus manos”. La actualidad cambiante y en exceso dinámica está logrando lo que hasta hace bien poco no dejaba de ser proeza: reivindicar con ahínco el amor sincero, natural, del hombre a la tierra que le vio nacer; cosa ésta, la de mostrar el orgullo sano y cívico por la patria, vista desde viejos tiempos como algo anquilosado, retrógrado, arcaico... Vista por los progresistas como algo absurdo y propio de épocas trasnochadas, con nefasto tufillo franquista. Pero nada más lejos de la realidad.

La estrella del “Soy Yo” ha removido al progresismo con su nueva versión del himno

La reina pop española por antonomasia se ha apuntado a la nueva e imprevista ola de anti-corrección política que, imparable de norte a sur y este a oeste, consigue derrotar de forma impasible a todo ese estercolero de canallas cainitas, la viva sombra de esos tiempos del NODO de los que dicen renegar; ha renacido, por fin, el orgullo por la españolidad, por el mundo de las mil culturas, de palacios árabes y castros celtas, el paraíso de las letras, el de los campos eternos del Toboso, el caminante que hace el camino y donde los sueños, sueños son, y a veces algo más. La tierra de los hombres críticos, de los sabios nobles que en lugar de sentir la soberbia sobre sus hombros decidieron cuestionar lo malo, convirtiéndose en viejas glorias condenadas al ostracismo por sus herederos actuales, los mediocres buenistas que desterraron el juicio crítico en pos de la sensiblería.

La tierra de las tierras, hogar y cuna de la civilización, desde los duelos a garrotazos de Goya lleva siglos queriendo autodestruirse, pero, como bien sentenció Bismarck, ahí reside su eterna fortaleza: por mucho que persista, los designios no lo permitirán: España tiene mucha guerra que dar.

España peca en ocasiones de apasionada, irracional, cainita y sentimental

Pues España es como el más romántico de los poetas: su anhelo de perfección irradia el más acuciante miedo del ser humano: el mantener el equilibrio entre ambición y moderación, entre templanza y justicia, entre futuro y olvido; en resumen, entre odio y amor.

Eso es España: el eterno literato atormentado por mil fantasmas efímeros, enemigos terrenos de la plenitud más pura, la nunca alcanzada; la España triunfante termina siendo, como Alejandro o Napoleón, un gigante de papel asolado por las desdichas, fiero en su interior pero incapaz de asumir la dualidad de la vida, incapaz de asumir su vulnerabilidad como ser humano, y no dios.

Y así, desde que América la abandonó para siempre, el arrepentimiento y la nostalgia de los tradicionales no terminó de cicatrizarse, con Franco como mal remedio menor, y los enemigos del atraso han llevado la auto-lapidación hasta límites cínicos, banales, frívolos; el progresismo se empezó a quejar de forma cursi, destruyendo la grandeza con un nuevo discurso tonto, hueco.

Ñoño.

España no asume errores, y por ello es incapaz de mostrar con orgullo virtudes; la sana crítica del noventa y ocho pervirtió en vil lloriqueo progresista; las secuelas de la inyección franquista dieron alas al rechazo de los simples a cualquier mínimo detalle relacionado con el régimen: hasta en el himno o bandera, hijos del XVIII y representantes de la España libre.

Marta Sánchez, renombrado icono cultural español, ha participado de forma activa en el derrumbe de un muro de sectarismo que el masivo colgar de banderas patrias comenzó, como efecto rebote de la crisis catalana, hija bárbara del servilismo nazional.

El buenismo ha logrado con audacia relacionar himno y dictadura pero la historia lo desmiente

Quien tilda al himno de franquista, peca en exceso de estulticia –su uso está ampliamente aceptado desde el Madrid de la Ilustración–, y quien dice que el criterio histórico es a veces sinónimo de viejo pasado, y que su reimposición por Franco fue injusta por definición, le responderé que, según su adorado gusto por lo popular, la República jamás lo fue: votada en las urbes, según la ley del entonces la monarquía fue la vencedora; y tras el exilio de ésta, la nueva República de los odios terminó dividiendo a España, sin consenso de las clases, al imponer dos nuevos símbolos: la bandera tricolor y el Himno de Riego.

Tricolor y Riego, rojigualda y Granadera; ¿acaso su legitimidad es tan diferente? ¿Acaso importa tanto? ¿Hemos de odiar unos símbolos centenarios por Constitución consensuados? ¿Acaso Estados Unidos, Francia o Gran Bretaña consideran de tal trascendencia la inmediata actualización de sus símbolos? ¿Que no haya ocurrido merece el desprecio a éstos de sus gentes? ¿No es acaso una cuestión ideológica, arduamente aprovechada por izquierda y separatismos, como acostumbran hacer con todo lo que huela a España?

Sin partidismos presentistas, quien decida ojear la Historia de España comprenderá que la Marcha Real y la bandera bicolor no poseen esas sombras que parecen querer dotarles; mientras que el arbitrio es uno de los potenciales actores en el devenir histórico, el consenso decidió lo que fue, y que hasta que no se decida cambiar, será.

Dejen de odiar lo común, lo tradicional, lo esencial. Dejen de odiar nuestro himno, dejen de odiar nuestra bandera. Dejen de odiarnos. Marta, yo te digo, como te decía Baute: con cosas como estas, me tienes en tus manos.