¿Por qué molesta tanto a algunas personas cuando se habla del problema machista? ¿Qué es lo que tanto genera ruido e incomodidad respecto a este tema? Pareciera que la respuesta se remonta al inquebrantable lazo que existe entre la naturalización de las conductas, normas y creencias patriarcales, sumados a la férrea defensa sobre estos valores de las estructuras de poder actual.
Es necesario comenzar diciendo que la estructura de dominación machista es mucho más antigua que la perpetuación del sistema capitalista. La idea de relegar a la mujer a las tareas domésticas, de someterlas a la exclusión en cuanto a decisiones de comunidad y a la generación de políticas públicas, de verlas como meros entes reproductivos, de posicionarlas como refugio emocional de la sociedad, de maternizarlas y de subestimarlas física e intelectualmente, ha encajado a rajatabla con las principales premisas del sistema de producción vigente.
Pero, ¿qué relación se puede establecer entre política, Capitalismo y patriarcado si aparentemente son espacios independientes de acción en cuanto a mecanismos de dominación se refiere? Pues he aquí el principal error, y es que el poder no es, necesariamente, una línea vertical.
Para poder comprender las dimensiones y la profundidad de las problemáticas que tenemos actualmente como grupos sociales, es necesario visualizar los mecanismos de control de manera extensa, entrelazada, amplia, discurrida y silenciosa, y entenderlos como un ente global, algo así como si hablásemos de una enredadera de poder.
El capital
El punto central de esta compleja organización será el sistema de producción, es decir, el capitalismo.
Este tiene una serie de consecuencias para la estructura del mundo, siendo una de las más evidentes la concentración de los medios de producción, lo cual conlleva una inevitable acumulación de las riquezas por un grupo muy reducido de la población que influyen en la constitución de las políticas públicas, modos de vida, relaciones sociales y la configuración de estamentos productivos innegablemente desiguales (dueños y trabajadores).
Para conservar el orden económico, político y social, los grupos hegemónicos se sirven de amplias y diversas herramientas basadas en el control, la segregación, la desarticulación de los grupos sociales, la desorganización de las bases y la naturalización de conductas dentro de éstas.
¿No parece extraño que cada vez que se plantea alguna problemática aparezcan férreos detractores de éstas, enardecidos y atacados a nivel personal y subjetivo?
Esto es porque se ha naturalizado el orden y la forma de vida de tal manera que cualquier indicio de cambio afecta la sensibilidad de un grupo importante de la población, que ven en las tradiciones y reglamentos una promesa de estabilidad que nunca llegan a alcanzar.
Pero si es tan evidente que las cosas están mal ¿por qué es tan difícil verlo? Pues porque las estrategias de la hegemonía son, principalmente, entregarnos una educación precarizada, perpetuar a través de políticas públicas algunos comportamientos sociales convenientes y utilizar unos medios de comunicación tendenciosos que replican un discurso de incondicional apoyo al status quo, además de criminalizar y culpar de cualquier desestabilización del sistema a quienes buscan reformas igualitarias.
El machismo
El machismo llegaría a emplazarse dentro de lo que “comportamientos sociales convenientes” y “naturalización de conductas” refiere, puesto que ayuda a desarticular dos espacios de opresión muy amplios como lo son las mujeres y la clase trabajadora.
Es importante señalar que ningún espacio se constituye de manera hermética, por lo que siempre se encuentran entrelazados, unidos, mezclados y en constante movimiento; las mujeres también constituyen parte de muchos otras esferas de exclusión como inmigrantes, integrantes de pueblos originarios, trabajadores explotados, la orientación sexual, el racismo, la xenofobia, etc.
Y el punto central de esta estructura patriarcal es desarticularnos como globalidad social, como grupo de reprimidos, relegando a la mujer a un espacio de inactividad, insuficiencia e intrascendencia, estableciendo una dominación brutal y totalitaria sobre sus cuerpos y sus estilos de vida.
Este sometimiento social otorga a la mujer una única y gran responsabilidad: ser madre. Es por esto que existen tantas trabas a la hora de despenalizar el aborto, de cuestionar la idea tradicional de familia, de aceptar la diversidad sexual, de exigir equidad salarial, entre tantas otras. Y de esta manera surgen y se perpetúan los roles de género, para que la mujer sea madre y genere mano de obra, y para que el hombre sea un competidor voraz en los violentos y precarizados engranajes de la producción.
Por consiguiente, esto conlleva a una infravaloración de la mujer y a su marginación de los espacios de deliberación pública. En algunos países de oriente, por ejemplo, las mujeres no cuentan con sus derechos mínimos, siendo impedidas de recorrer espacios públicos sin estar completamente tapadas, sin poder trabajar si no están supervisadas por algún hombre, sufriendo mutilación genital, o siendo consideradas, derechamente, propiedad absoluta del hombre.
Por otra parte, la configuración del “ser hombre” deposita una presión social importante sobre los varones, quienes gastan casi la totalidad de su tiempo y energía en trabajar, intentar demostrar superioridad viril entre sus congéneres y peleando entre ellos en vez de enfrentar a sus explotadores. Una cuestión que si bien representa menoscabo para la vida del hombre, no se posiciona ni por asomo como el centro de la violencia de género.
Así pues, el femicidio es el eslabón final de una serie de vejaciones, creencias y costumbres que se han establecido como normalidad. El acoso sexual en el trabajo y en la calle, la educación fuertemente sexista, la criminalización del aborto, la cosificación de la mujer, entre tantas otras manifestaciones de desigualdad, estructuran un sentimiento latente en torno a la mujer como elemento de posesión.
En último caso, como una cuestión desechable. Todas estas injusticias amparadas a su vez en grandes relatos universales, como por ejemplo, el amor romántico, y respaldadas por instituciones como la religión católica.
Las consecuencias
Entonces se genera, o se fuerza, la dependencia económica de las mujeres con respecto a los hombres, la obligación de casarse y ser madre, la brecha salarial por la realización de la misma tarea, la doble explotación debido a la responsabilidad unilateral del trabajo doméstico y de crianza, y la violencia machista cotidiana (acoso sexual, violaciones, femicidios, etc), situaciones que impiden de manera terminante su participación en los asuntos de interés público y, por consecuencia, en las diferentes luchas sociales.
Y de la misma manera va ocurriendo con toda la comunidad LGTBI, quienes constituyen un espacio de la sociedad carente de garantías vitales mínimas. De hecho, solo durante los últimos años han sido capaces de conseguir, precariamente, ciertos avances en materia judicial: trabajo, unión conyugal, adopción y pensión por viudez.
De esta manera, y con un sigilo endemoniado, se provocan tensiones entre diferentes partes del tejido social, siendo los mismos oprimidos los que operan como opresores sobre los espacios más discriminados (mujeres y LGTBI), acabando con cualquier iniciativa de organización política de clase.
Es por esto que se vuelve imperante destruir el sistema patriarcal, puesto que las luchas sociales no podrán ser llevadas con fuerza de existir una inequidad de derechos, creencias, costumbres y consideraciones entre los integrantes de una misma clase.
Cualquier proyecto de politización suele ser desmembrado por las esferas del poder, en conocimiento de que la desarticulación de las bases es el mejor terreno para el ejercicio y la perpetuación del status quo.
Todo comienza aquí, y si nuestra intención es crear un mundo mejor, debemos estar dispuestos a destruir las crianzas que nos han formado como personas y dar pasos de justicia hacia la igualdad y la emancipación, juntos y organizados. Porque no hay otra forma de hacerlo.