Acudir a las urnas para depositar nuestro voto se ha ido convirtiendo en un acto típico y dado por sentado en sociedades como la nuestra. Muchos, sin embargo (y cada vez más), se encuentran desencantados con los resultados de este proceso. La corrupción a la que se inclinan los gobiernos centrales está en boca de todos y constituye prácticamente un hecho autoconfirmado. Pero más allá de lo palpable, algunos estudios apuntan que el sistema electoral está severamente encorsetado y limitado debido a una serie de sesgos cognitivos que acompañan a nuestra naturaleza.
Aquí, repasaremos unos cuantos de ellos para ver qué podemos sacar en claro.
- Sesgo de ilusión de control: creer que se tiene más influencia de la que verdaderamente se tiene sobre los acontecimientos externos.
- Sesgo de tasa base: creer que las certezas se hayan más en detalles específicos que en premisas generales.
- Sesgo de confirmación: nos inclinamos más hacia aquella información que respalda lo que ya sabíamos o creíamos.
- Sesgo de efecto arrastre: adaptarse a la creencia que se percibe como mayoritaria.
- Sesgo conservador: resistencia a cambiar de ideas, aun cuando nos muestran evidencias.
- Sesgo de denominación: las personas están más dispuestas a aprobar programas de gasto público si se cobran en pequeñas cantidades a lo largo del tiempo, en vez de una gran cantidad de una sola vez.
- Sesgo de obediencia a la autoridad: asumir irreflexivamente que la autoridad que emana del líder o líderes políticos es legítima.
- Sesgo del prejuicio de "statu quo": pensar que la estabilidad es la característica más deseable de un sistema.
- Sesgo de "efecto animadora" (cheerleader): semejante al criterio de autoridad; dar por sentado que las opiniones de un individuo respaldado por un gran número de seguidores son más sólidas.
- Sesgo de deformación profesional: tender a analizar la información a través de las materias que mejor dominamos.
- Sesgo de punto ciego: creerse libre de sesgos.
Esto enlaza directamente con las conclusiones extraídas por la teoría de la elección pública (Public Choice), que trata de estudiar problemas políticos típicos a través de la ciencia económica.
Resumiendo sus hipótesis, podemos concluir que el votante común es una persona que, sabiendo en el fondo que un solo voto por sí mismo no determinará el resultado, concluye que no le compensa votar con conocimiento de causa, pues esto implicaría tiempo, esfuerzo, medios y una gran implicación en la actividad política diaria, una tarea a la que pocos se sienten inclinados (siendo además que la política abarca, por rebote, otros muchos ámbitos de la vida como la sanidad o la educación, materias complejas y más allá del control del ciudadano medio).
Por tanto, sus preferencias individuales se diluirán entre la masa de votos, pudiendo provocar desinterés o forzando al individuo a fijarse por alguna medida o sentimiento particular asociado con un partido, para así tener al menos la falsa seguridad de estar eligiendo correctamente. No tenderá a mirar por el "bien común" del territorio del cual forma parte, sino que atenderá primera o exclusivamente a aquellas disposiciones políticas que le afecten directamente (por ejemplo, un profesor universitario ante los recortes educativos).
Si se trata de disposiciones que afectan a un importante número de individuos que, valga la redundancia, comparten un objetivo común, se formarán lobbies o grupos de interés.
A esto debemos añadir que, aunque se pretenda, la representación otorgada a los gobernantes no es vinculante: en efecto, cualquier político puede prometer durante su campaña que tomará esta o aquella medida si el pueblo opta por él y, una vez elegido, no cumplir con lo prometido arguyendo (por ejemplo) que las circunstancias no se lo permitieron, o sencillamente dejando correr el asunto valiéndose de la escasa memoria colectiva.
Todos estos problemas de la democracia son analizados por la teoría de la elección pública y por autores de tradición liberal como Bryan Caplan, en su libro El mito del votante racional.