Una mirada al pasado

¿Padece la mente humana un proceso de evolución o involución? Sería un verdadero problema la segunda opción.

¿Pero por qué puede surgir esta pregunta, si nuestra sociedad cada vez consigue mayores logros? Eso no se puede obviar y es de agradecer los avances tecnológicos que hacen mejor nuestra vida hoy en día. Los avances en medicina, las investigaciones que dan fruto a una mejor calidad de vida, la solución a enfermedades antes incurables o la mejora en cualquier aspecto de nuestra vida, hace que nos situemos en un estado de confort, inimaginable tan solo cincuenta años atrás.

¿Por qué plantear entonces la idea de un proceso de involución mental? Quizás la respuesta esté en el comportamiento de nuestros menores, nuestros hijos, fieles productos de nuestros actos y palabras sobre ellos.

¿Cachetada o charla reflexiva? ¿Maltrato o permisividad? ¿Es que no existe un punto intermedio?

No hay extremos buenos, ni niños malos, solo personas creciendo según las creencias y los roles que sus mayores les imponemos.

De una generación a otra es obvio que existen cambios, muchos cambios que parecen suceder de manera espontánea y los cuales tendemos a pensar que serán para un bien. Así, del castigo escolar a los niños de mediados de siglo XX, ya fuera poniéndolos de pie contra la pared, pegándoles con una larga regla de madera en la palma de la mano o encerrándolos en un cuarto oscuro por un buen rato, hemos pasado en cuestión de décadas a la agresión del alumno al profesor, convirtiéndose el alumno es un ser intocable, protegido por todas las leyes y al profesor en un profesional que no tiene ni voz ni mando sobre ellos, ni es lo mas mínimamente respetado.

Si recreáramos estas dos escenas opuestas sobre un lienzo, solo sacaríamos algo en claro, algo común en ambas, como es la violencia y el abuso de poder de uno de ellos sobre el otro. Llegados a este punto hay que pensar en quién o qué permitió los abusos, porque de ninguna manera ni por muy adulto que seamos, tenemos derecho al castigo, al maltrato o la violencia sobre nadie, menos sobre seres que por edad dependen de nosotros para todo.

Como es de suponer, aquí entra en juego el Estado y la ley ¿pero hasta que punto obran con sabiduría los hombres de leyes?

Salir de Málaga para meternos en “Malagón”

En esta transformación o desarrollo del comportamiento infantil, el lenguaje también ha tenido mucha importancia. Se dice que nuestras palabras son tan importantes como nuestros pensamientos para crear nuestra realidad.

Esto dicho así puede parecer algo abstracto, místico, ideas de yoguis que viven en un mundo ilusorio buscando la paz y un estado donde el amor sea el único que rija todas las relaciones humanas, pero solo con que nos detengamos un poco a reflexionar sobre dicha sentencia, podremos comprobar que no es tan utópica como puede aparentar.

Del respetuoso “usted” a nuestros mayores, se saltó al “tú” de padres a hijos, de nietos a abuelos, tratamiento inimaginable en generaciones pasadas donde el respeto era indispensable para una correcta comunicación y como consecuencia, una buena relación entre los miembros de la familia o lo que es lo mismo, establecer un sano sistema intergeneracional. En cuanto el lenguaje empezó a relajarse, las posiciones cambiaron drásticamente y es que no se le puede reír la gracia a un niño que empieza a hablar y lo primero que aprende es a decir groserías e insultar, aprendidos sin lugar a dudas de sus mayores o de los medios comunicativos a los que el niño tiene acceso y después, al crecer, reprenderlos por decirlo.

¿Dónde está la grieta entonces, el peldaño roto en el que se pasó de ser víctima a verdugo y viceversa? Los límites deben establecerse donde el respeto hacia la dignidad de la otra persona se establezcan.

No es la edad la que hace más digna a una persona de otra, no hay que defender con leyes infranqueables a unos, para convertirlos en verdugos del otro. Quizás mucho mejor nos iría si utilizáramos la palabra de la mejor manera, hablando con total propiedad y respetándonos mutuamente, quizás mucho mejor nos iría si nunca olvidáramos que los niños también crecen y que los males de su infancia, con alta probabilidad lo legaran a la generación siguiente, creando un problema que alcanzara tal inmenso tamaño, que ya nadie podrá solucionar.