Nacida en el siglo XIV, en plena Edad Media, Jacoba Félicié vive en París lugar donde comienza a ejercer sus dotes curativas, siendo pronto reconocida como una excelente doctora y cirujana. A ella acudían hombres y mujeres de cualquier clase social, confiados en que les daría el remedio eficaz a sus dolencias después de que otros médicos no lo habían conseguido. Su nombre empezó a ser conocido por toda la ciudad y su fama le precedía donde quiera que iba, no solo por sus buenos resultados sino por sus métodos con el paciente.
Envidia y misoginia a raudales
Sucedió entonces que llegó a oídos de los médicos universitarios y con licencia, la fama de Jacoba, principalmente por boca de sus propios pacientes. Disgustados por más de un motivo decidieron tomar cartas en el asunto, imputándola ante las autoridades por ejercer una carrera que le estaba prohibida y de la que no tenía derecho a ejercer por ser Mujer y por eso mismo, no tener la oportuna licencia. Lo curioso es que si el temor principal de estos doctores era el perjuicio de sus prácticas, ella había demostrado tener éxito en casos en los que ellos no y si por otro lado, sus miedos eran que no había estudiado igual que ellos, también eso quedaba fuera de lugar pues demostró saber lo que hacía y eso lo corroboraban sus pacientes al recuperarse de sus enfermedades.
¿Qué la hacía tan distinta a los médicos varones?
Principalmente, que era mujer, inteligente, eficaz, amable con sus pacientes y que conocía el cuerpo femenino perfectamente, como para saber tratarlo infinitamente mejor que cualquier varón. La paradoja surge cuando es el varón el que se encuentra en posesión de ese “secreto” como era considerado el cuerpo femenino, existiendo incluso literatura al respecto, en la que queda reflejada que ni la propia mujer debía conocer su propio cuerpo.
Indudablemente un patético intento por dominar a la mujer y hacer de ella un ser sin conocimiento, sin voluntad ni poder, tal como el patriarcado exige que sea. Fue precisamente en la confianza que las mujeres depositaron en ella, lo que más cabreó a los médicos, pues era la mujer de la época tan pudorosa y llevaban tan mal eso de que un médico las examinara que hasta llegaban a morir antes que ser vistas por uno de ellos.
Un juicio injusto
Varios meses duró el juicio, durante el cual muchos testigos a favor y en contra presentaron sus testimonios. Sus pacientes revelaron por sus declaraciones que no solo eran sus remedios los que les sanaban, sino la responsabilidad que ella les exigía antes de examinarlos siquiera, pues como dice el refrán “no hay peor enfermo que el que no quiere sanar” y de eso ella era consciente.
Creaba entonces un vínculo de confianza necesario para que el paciente se relajase y creyera en su sanación. Entre las diferencias con los varones quedó claro por los testimonios, la confianza del paciente, como se ha dicho, su compromiso a sanarlos sin exigir desde un primer momento un salario y su dedicación plena, pues visitaba a diario al enfermo hasta que este sanaba del todo, conducta que los varones no hacían.
Cinco siglos de castigo
Finalmente, tras todas las declaraciones a su favor, a Jacoba le fue prohibido seguir ejerciendo la medicina amenazándola con la excomunión si lo hacía y debiendo pagar una multa, acusada de ser mujer y ejercer la medicina fuera del ámbito doméstico (solo los varones y solteros podían hacerlo), motivo este de peligrosidad, pues no se creía que la mente femenina estuviera preparada para enfrentar las actividades médicas y mucho menos fuesen una autoridad en el tema. Un claro caso más de discriminación por género y supremacía de poder del varón sobre la mujer, del poder académico frente a la sabiduría popular, que sembró precedentes y que no permitió que la mujer en Francia estudiara medicina hasta ya comenzado el siglo XIX.