Al ser humano le cabe preciarse de libre cuando se mira al espejo. Pero después, con la misma frecuencia con la que respira sin pensarlo, es esclavo de sus condicionantes. Sería infinito contarlos y si se hiciera una retahíla de los eslabones que componen las cadenas de lo sujetan, podríamos llegar más allá de la luna.

No cabe sino preguntarse, desde la retaguardia de la razón, cómo es posible su condicionamiento. Al estilo de los seguidores de Skinner, que no creen en la libertad humana, podríamos establecer que es su condición de posibilidad la que lo esclaviza.

Pero todo ésto quedaría teñido de pura ingenuidad sin la experiencia.

Trabajar para sobrevivir. Vivir para sobrevivir. Usar tu tiempo para mantenerte a flote con el mismo esfuerzo que un náufrago en medio del mar, de la inmensidad oceánica que te tragará sin remedio. Sólo puedes influir tú en el temible momento, postergándolo tanto como tus fuerzas flaqueantes te permitan.

No queda tiempo libre para pensar ni para ser más allá de lo necesario para sobrevivir. Las condiciones de tu trabajo, de tu supervivencia, son las que hacen que acabes pensando y sintiendo de una manera o de otra. Eso es ley universal, para mí y para ti, lector.

Pero por los pocos instantes que tenemos para nosotros mismos, en los que podemos darnos el lujo de preguntarnos sobre la vida y el mundo, por esos instantes de libertad posible, vale la pena buscar respuestas.

Aunque sólo sea la ínfima parte de lo que las caricaturas pretenciosas de la cultura hacen de la vida humana, vale la pena alimentar esa débil vela que arde.

Si somos seres racionales, aunque sea en parte, somos seres libres. Y para ejercer la responsabilidad de la libertad hay que conocer. Los medios de comunicación, la propaganda y los miles de tentáculos del mercado hacen uso de toda clase de métodos de psicología social para inducir conductas y pensamientos en sus potenciales consumidores.

Qué buena ocupación sería la de desentrañar todo ese tinglado que pretende profanar la pureza del espíritu humano y reducirlo a un juguete patético, a una nada impotente. Sigue siendo la confrontación entre Sócrates y los sofistas, después de tanto tiempo.