No es el primer film, ni será el último, donde la obra finaliza en un testamento de la carrera de su director o actor fetiche. En este caso John Carrol Lynch –que sea de paso no es hijo de David Lynch, director que sale en el film como actor- le ha dado el papel de una vida al gran Harry Dean Stanton (Kentucky 1926, Los Ángeles 2017), un actor esencial para seguir el Cine de autor norteamericano. Un rostro inconfundible, actor secundario estelar, que sin él parte de nuestra memoria cinematográfica desaparecería. El personaje existencialista por antonomasia, ese ser perdido y vuelto a encontrarse en Paris-Texas (Wim Wenders 1984), o personaje secundario de los que se recuerdan en Alien (el extraño pasajero) o los variados films de David Lynch (Corazón salvaje, Twin Picks, Straight Story, Inland empire…) Es ese rostro –y no podía ser otro- con el que John Carrol Lynch ha sabido dibujar un film a la altura de la figura.

Un regalo a nuestro buen hombre, una despedida a la altura de los conflictos existenciales que siempre nos propuso Dean Stanton. En este film, el nonagenario actor, interpreta a Lucky, un viejo solitario que vive su vida en un pueblecito del sur de Texas. Un pequeño trozo de vida de sí mismo, con sus dinámicas minimalistas diarias –de nuevo la herencia narrativa de David Lynch o Jim Jarmush, Los Coen o el propio Wim Wenders… El viaje homérico de la existencia se aplica a la fórmula Stanton como un guante. Solo tiene que ponerse en frente de la cámara y ser él, en medio de los últimos días –sus últimas días en la vida real-, las últimas reflexiones de una existencia que se aferra en el borde del abismo, haciéndonos cómplice del final, y de lo que somos, la nulidad… la nada, como señala el propio David Lynch en un momento de la película, en esa taberna encantada en el desierto de Texas… “Una tortuga es cien veces más que nosotros, pasará más tiempo en este mundo en paz con todo lo que le rodea”.

Y en ese camino final, en su último paseo de la casa al pueblo, del pueblo a la casa, Stanton se fija en un enorme cactus que flanquea en camino, lo miro como intuyendo que eso que está ahí, es más importante que el mismo, ese trozo de vida seguirá 100 años más que la ególatra visión de la existencia, que ahora sabíamos, tenía una efímera puesta en escena. Al fin y al cabo Stanton ya lo sabía, mira a lo alto, y por último a cámara para sonreírnos. Ese rostro se despide, hasta siempre compañero.