Ayer, 26 de Abril de 2018, el Círculo de Bellas artes nos premió con la presencia del director Nobihuro Suwa en el estreno de su último film, Le lion est mort ce soir.
El león no ha muerto
Nobuhiro Suwa, Francia-Japón (2017)
El film se localiza en el sur de Francia, donde tiene lugar el rodaje de una película. El protagonista, un envejecido Jean-Pierre Léaud que realiza el papel de sí mismo, debe interpretar su propia muerte. Pero nada de tragedias: igual que vimos aparecer esos brillantes ojos de ópalo en el niño de Los 400 golpes, esta poesía audiovisual es un auténtico regalo para los amantes del Cine, una despedida lúcida y consciente de la vida, con la calma del reencuentro de todo círculo cuando se cierra.
El rodaje se ve paralizado por un conflicto sentimental de la actriz protagonista, y el viejo Jean decide pasar los días de espera en la casa de la mujer que amó en su juventud. Allí los recuerdos se materializarán y el actor convivirá con el reflejo de su amor con la misma intensidad con la que el grupo de pequeñas cineastas graban su primera película. Los tres días transcurren como en un sueño, y gracias a los ritmos pausados, a los juegos de reflejos y luces y una banda sonora que acompaña sutil en los momentos justos, somos atrapados en la película como en un abrazo del pasado. Del mismo modo que el actor se sumerge en sus recuerdos más vívidos para poder esperar a la muerte, la cadencia de la película nos sumerge en ese estado de atención intensa, haciendo que todas las sensaciones de nuestra infancia tomen los sentidos de la sala y releven a la visión, que hoy acapara toda la atención en la mayoría de las películas.
Y es que si Tarkovsky tenía razón y podemos hablar de un cine de poesía, la película de Nowa es sin duda un bello y simple haiku. Jean, también protagonista de la película improvisada por el grupo de infantes, clama cuando ve proyectado el resultado de su juego: ¡es simple! bella y simple. ¿Qué más podría decirse? La película de Nowa es, sin lugar a dudas, de la misma sencillez y belleza, y decir más sería decir mucho menos.
Un regreso a la infancia
El director nos reveló que el título de la película nació antes que ésta. Suwa quería que Jean-Pierre Léaud cantara en algún momento de la película, y cuando le preguntó qué canción amaba, fue esta melodía la que sobrevino a su mente, creando así, como en la infancia se deciden las reglas de los juegos, el título y el tema.
Esta canción, que quizá las personas de nuestra generación asocien al clásico de Disney, es de una alegría irresistible. Y la película es también un auténtico canto para despertar a la infancia, tanto del cine como de una sociedad que se ha quedado apelmazada en un estado de edad adulta que se mueve arrastrada por la inerte y seria desconexión con la niñez. La película nos recuerda la importancia de volver al placer del juego y la atención intensa con la que se hacen las cosas cuando se es niña: una implicación sincera y alegre en el juego de la vida.
El fantasma de la muerte
En términos del director, el cine nos permite igualar la muerte, el sueño y la vida en una misma realidad. Dentro de la pantalla, fantasmas, personas, sueños y visiones son tan sólo imágenes, que al ser tratadas con el cuidado y cariño con el que en la infancia tratábamos nuestros juguetes, muestran la complejidad y belleza de su existencia.
Cuando hablamos en sueños con alguien que ha muerto no lo hacemos con miedo; nos ponemos contentos.
El final de la película es, igual que la muerte, la sombra de la vida. Y como no iba ser de otro modo, también el niño que debe morir elige cómo hacerlo: el guión nos dice que cerremos los ojos dulcemente, como si fuéramos a dormir, y el niño que grita al comienzo de la vida ¡mejor hacerlo sin guión!, una vez comprendidas las indicaciones, abre los ojos de par en par y la recibe con atención y curiosidad.
Sencillamente una obra maestra.