Lejos de la obra maestra de Alain Resnais (Hiroshima mon amour), film de reconstrucciones y encuentros pero con una apuesta formal magistral. El film de la directora alemana recoge un mismo espíritu, el del desastre de la perdida, el vacío en medio de la destrucción y la dolorosa reconstrucción . El film en blanco y negro intenta abrazar la belleza del film del director francés, a modo de homenaje, pero las diferencias son sustanciales. Doris Dörrie hace un film consciente con las limitaciones de aquella poética pero eso no la menosprecia. La película mantiene una historia de sentidos, desde una idea muy femenina –la reconstrucción de la vida a través de la reconstrucción del hogar.
El encuentro de dos personajes que han perdido algo en su vida e intentan reconstruirse, y al mismo tiempo conocerse, a la luz de los pequeños detalles de los comportamientos.
Es la reconstrucción física del hogar donde ambos personajes se ayudan, cada uno a su manera. Ese espacio se torna como símbolo y elemento de continuidad. El lugar Fujushima, al igual que Hiroshima, es un páramo devastado, donde como no podía ser de otra manera, los fantasmas de los muertos aparecen. Ese encuentro realista de los ausentes –un acierto cercano a la cultura oriental de los que ya no están entre nosotros- lo recoge la directora alemana –esta poética nos recuerda a cineastas como el tailandés Apichatpong- para simbolizar nuestro pasado, de alguna manera nuestros fantasmas, errores, miedos, muertos (la mochila)...
al fin y al cabo seres a quienes les debemos algo. Esos seres que viven con nosotros y nos atormentan, fantasmas cotidianos que debemos saber vivir con ellos. El film procura inundarse de esa extrañeza, sin pretensiones, y quizás con una historia un tanto manida, pero con la simplicidad de un cuento bien narrado. Una fábula simple de dos personas diferentes que sus necesidades les hacen comprender, perdonar y aceptar sus fantasmas.