Marie Gouze, más conocida como Olympe de Gouges, nace en 1748 en Montauban, Francia, hija de un carnicero y de una comerciante de telas. Con tan solo quince años de edad la casan con un hombre mucho mayor que ella, que la deja viuda bastante joven con un hijo y una pensión al mes que le daba para vivir cómodamente. Decide entonces dejar el pueblo y se muda a la capital, al París de los cafés de tertulias, poesías y bohemia, donde procura darle la mejor educación a su hijo y donde ella se entrega a su verdadera y gran pasión, la literatura.

La experiencia del matrimonio la marcó profundamente dejándola tan desencantada que ni se le pasa por la cabeza volver a casarse.

En el candelero del París del Siglo de Oro

Ya en París la chica conoce al poeta Jean-Jacques Lefranc de Pompignan, a la sombra y cobijo de quien comienza su carrera literaria, cambiando su nombre de bautizo por el de Olympe de Gouges, seudónimo con el que firmaría sus escritos. Según los historiadores, tenía la chica muchas más probabilidades de ser hija del poeta que del carnicero, aunque tampoco se descartaba que el verdadero padre no fuese otro que el mismísimo rey de Francia, Luis XV. ¡Vaya usted a saber!

Lo cierto es, independientemente de quién fuera el padre ni de quién habría heredado el gusto por escribir, que Marie utiliza las letras como vehículo de crítica social, demostrando en sus escritos su carácter reivindicativo y guerrero que plasma en toda su obra.

Política, feminista, abolicionista, panfletista

Marie no fue una escritora dedicada a novelas de amor y desamor, temas inofensivos que entretienen pero no comprometen. Ella no. Ella utiliza sus letras como armas arrojadizas contra un gobierno, contra un sistema social con el que no está nada de acuerdo. Fue su eterna lucha conseguir que la mujer tuviera los mismos derechos que el hombre y es por esa sed de justicia que todas sus obras llevan una marcada línea feminista, que reivindica una y otra vez, causando a veces que éstas sean censuradas.

Combatenuestra Olympe la desigualdad de género reclamando el derecho al voto para la mujer, exigiendo su derecho a trabajar fuera de casa y hasta a poder hablar en sitios públicos, porque aunque parezca mentira ni eso podían, como tampoco podían disponer de bienes y administrarlos pues eran consideradas menores de edad e inmaduras para realizar esas actividades. Consciente ella de esa dependencia brutal del varón, Olympe no sólo escribe obras de teatro, panfletos políticos que la comprometen seriamente, sino que redacta la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, tomando como modelo la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en la que se afirma la igualdad entre ambos sexos, pero que quedó en simple teoría.

Demasiado atrevida para la época

Y como no tenía pelos en la lengua y escribía lo que pensaba sin tapujos, se buscó más de un serio problema. Fue una mujer entregada, vehemente y solidaria con las causas que defendía, y eso lo proclamaban sus acciones al luchar por los derechos de los más desfavorecidos. No solo defendió a la mujer, sino que también los niños fueron objetos de sus preocupaciones, en una sociedad que no ofrecía protección in apoyo, ni al hijo ni a la madre, siendo ella la primera en concebir un sistema de protección materno-infantil.

De entre sus propuestas también se cuenta con la iniciativa de talleres nacionales para los parados y un programa para darle hogar a los mendigos.

Toda una mujer de armas tomar, que lo mismo abogaba por el divorcio que exigía el reconocimiento paterno para los niños nacidos fuera del matrimonio. Llegó a plantear incluso una opción al matrimonio clásico como fue la creación de una especie de contrato entre concubinos renovable cada año, idea original y moderna donde las haya. ¡Quién diría que una mujer del siglo XVIII pudiera pasársele esa idea por la cabeza! Pues a ella no solo se le pasó, sino que la planteó como una alternativa de lo más lógico al matrimonio tradicional, que a ella le parecía de lo más tóxico y destructivo para la pareja.

Sin miedos, sin juicios, sin perdón

De nada le sirvió sin embargo toda su labor altruista, su lucha por la igualdad, ni nada de lo que con sus propuestas podría beneficiar al pueblo y, por ende, a la Humanidad cuando fue acusada de ser la autora de un panfleto defendiendo la causa de los Girondinos.

Fue Robespierre quien la acusó de revolucionaria y quien consiguió que Marie fuese guillotinada, sin más defensa que la suya propia, pues hasta el derecho a un abogado le negaron.

Un final injusto para una mujer que luchó como una total visionaria por los derechos propios de los oprimidos, de los más desfavorecidos, que fue insultada, tomada como objeto de burla, incomprendida, rechazada por ser mujer y revolucionaria y que pese a todo, nunca se desmintió ni temió decir lo que verdaderamente pensaba.

Merece cuando menos un amplio reconocimiento por su integridad, por hacer valer su libertad de expresión , pues sabiendo que ponía en riesgo su vida apostó por las causas que creía justas hasta sus últimas consecuencias.

Como colofón y tras su asesinato, su único hijo renegó a ella, alegando salvaguardar su propia vida.

Afortunadamente no tuvo que sentir el dolor de verse rechazada también por su propio hijo, único mal golpe que la muerte le evitó como despedida de este mundo.