Desde hace algunos meses que la realidad se ha desbocado por las calles. Y como animal miedoso ha pisoteado a todo el que por su camino cruzó. Soy de esa generación a la que pocas realidades le han caído como balde de agua fría. Crecí con las terribles historias de mi abuelo acerca de lo que pasaba en el mundo, y con las anécdotas que me contaba mi padre del infierno, de lo que era y que sigue siendo mi país. Sin embargo, he leído y escuchado, incluso documentado todas aquellas atrocidades del Siglo XX. Hoy la realidad que consumo se basa mucho en lo que la red arroja fríamente, y al mismo tiempo de enterarnos de lo que pasó en Kazajistán, miramos los vídeos del tiroteo en las Vegas y nos enteramos de qué va el Nobel de Ciencia.

Somos un mundo que tiene un ojo de cristal cibernético en cada calle y que transmite en tercera persona cualquier suceso, desde el más simple e irrisorio, hasta el más corpóreo y violento. En otras palabras, somos la generación del vídeo de 2 minutos (3 minutos es el tiempo máximo que nuestra atención milenial puede soportar atentamente) en una red social. El afuera parece más computarizado que la web misma, que se ha convertido en nuestra casa, un lugar cómodo en el que se está bien, un lugar seguro para la “reacción”, la identidad y las opiniones.

¿Cómo se mide la realidad?

He escuchado más de una vez contar a alguien en redes sociales, cómo estando allá afuera, caminando después de un desastre anunciado, uno se siente tristemente parte del presente inmediato y estático.

Muchos han escapado de la convivencia en redes, para “desconectarse” y vivir la existencia real. Como si tanto una u otra fueran utopías de lo que la vida debería o no ser. Mis acercamientos con lo terrible (¿será la realidad medida así?, ¿entre lo terrible y lo increíble?) hasta ahora habían sido Atenco, Ayotzinapa, la masacre de la Narvarte (a unas cuadras de donde solía vivir en el DF), feminicidios, secuestros, encarcelamientos infundados, cientos de testimonios de injusticias.

Hace dos años, poco más, llegué a Barcelona. Como buena latinoamericana pseudointelectual vine en busca del conocimiento nostálgico del viejo mundo. Los europeos aburridos y hartos de los límites cruzan el mar hacia Latinoamérica en busca de un orden más natural de la vida. Los del otro lado cansados y tristes de cambiar ese desorden, buscamos no al primer mundo, sino solamente vivir tranquilos lejos de aquella realidad que nos atormenta.

Poner un pie aquí se nota desde el aeropuerto, el transporte público, el caminar, caminar sin ser acosado, asaltado, perturbado. El silencio y los tonos de baja audición son símbolo de respeto y uno llega a acostumbrarse al poder andar ensimismado. Se siente, sobre todo en los abuelos, una especie de luto sosegado por el pasado. Los jóvenes tienden a ser más ruidosos como en todos lados, pero los que no se han ido piensan en hacerlo, otros optan por el nacionalismo. El 17 de agosto de este año mucho de ese silencio y esa calma al caminar se interrumpió, diez minutos antes de las cinco de la tarde, con el motor de una furgoneta que de un volantazo y un pedal a fondo atravesó un paso peatonal, arrollándolo todo en un tenaz recorrido de 500 metros sobre la turística Rambla de Barcelona.

17/08/2017

Yo estaba en Lisboa con mi mejor amiga, mexicana, recién llegada a Europa para vacacionar. Hacía dos días que juntas habíamos recorrido esa Rambla, en esa hora y en ese trayecto, mientras sonriendo me confirmaba que poder caminar despreocupadamente, a cualquier hora, en cualquier parte, siendo mujer, era una de las cosas que más le gustaban de Barcelona. Por la mañana habíamos ido a conocer la ciudad portuguesa, ninguna tenía datos para conectarse, así que no prestamos atención al móvil a menos que quisiéramos tomar una fotografía. Pasadas las 18:00 llegamos al airbnb a hacer un alto antes de seguir. Vibraba una, dos, llegó a vibrar 20 veces o más el celular. Abrí el mensaje más antiguo, el de las 17:30, era Julián, me decía: “Cuando te enteres, por favor no te preocupes, estoy resguardado en una biblioteca cerca del Raval”.

De ahí la hilera de mensajes era para saber si no había estado en ese momento en aquel lugar. “No, estoy en Lisboa”, respondía casi automáticamente a todos. Me puse a rememorar, a esforzarme por vislumbrar todas las veces que había pisado esa Rambla y, con quién, había caminado esos malditos 500 metros: Plaza Cataluña-Mercado de la Boquería y viceversa. Todas aquellas veces que me olvidé de la hora, si había algún vendedor, una bicicleta, niños jugando, abuelos comprando flores, senegaleses vendiendo bolsos. Caminar sin miedo, algo que por un breve momento de dos años, se me había olvidado por completo sentir.

No salimos de la habitación en toda la tarde, bebíamos birra y nos mirábamos con esos ojos que desean impulsivamente preguntar pero no saben cómo.

Cinthya tenía un viaje por delante y no paraba de preguntarme qué se hace en estos casos, como si de un incendio se tratase. Yo fumaba sin decir nada. Ella hablaba con gente, leía las noticias, intentando entender algo fuera de su realidad y de la mía; más allá de eso creo que quería tener algo bajo control, pero no sabía qué ni cómo hacerlo.

La reacción de los que nunca han vivido un atentado terrorista

Para nosotros la realidad más próxima a la muerte era ser asaltada fuera del metro en el DF, un secuestro, que el chofer del uber te golpee y te viole en un motel, que estés en un bar donde unos sicarios acribillan a algún hijo de las pandillas. Ninguna de las dos realidades es fácil de digerir, pero vamos, cruelmente en nuestro caso sabes cuando algo se viene, aunque la muerte nunca llama ni una ni dos veces, abre la puerta y ya.

El atropello masivo fue algo que ninguna de las dos entendió. Volver a Barcelona fue duro. En ese lugar imaginario que ya habíamos creado después de los atentados, todo lucía como después de una explosión, calles solitarias y llenas del eco de un grito, conductores mirándose entre sí de forma sospechosa, la islamofobia y la intolerancia sugerida en cualquier movimiento.

Barcelona sin miedo

Como animales recién llegados a un zoológico nuestras primeras pisadas fueron desconfiadas, el concreto falso y debajo un socavón. Pero las regiones imaginarias se sacudieron la pintura cuando en el autobús, el metro y esas calles octagonales del centro resistían, mantenían una respiración tranquila. La gente seguía andando, segura de que esa era su vida y nadie iría a arrebatárselas sino hasta el último minuto, antes de eso no se podía hacer nada más que vivir.

Unos días después fuimos a Sitges a nadar, para que el mar se llevara todo lo que ya no queríamos sentir. En el tren de vuelta a Barcelona nos enteramos que a escasos kilómetros de donde estábamos habían abatido parte de la célula terrorista. Era ese momento en que cortábamos el pan, abríamos una cerveza y perdíamos la vista en el horizonte. Las realidades siempre son paralelas, como el tiempo, estar aquí o allí en un mismo lugar en un exacto tiempo no implica que uno no vaya a salir herido.