Lo que sigue es la historia de un paciente de asma, anónimo y anósmico (con pérdida de sensación olfativa), si se permite el juego de palabras. Se trata de un ensayo sobre su historial médico desde la infancia hasta la madurez, y puede que muchos se vean reflejados en algunas partes de esta sinopsis.

Este sujeto, a una edad de 5 años o menos, y tras sufrir varias crisis de insuficiencia respiratoria, acude al quirófano para ser operado de "vegetaciones" (adenoides o amígdalas faríngeas hipertrofiadas: se trata de células linfáticas situadas en la parte alta de la garganta).

Esta afección aparece cuando este tejido linfático se inflama y bloquea el paso del aire por la nariz, forzando a respirar por la boca. Tras la extirpación y al pasarse el efecto del anestésico inhalado, le preguntan por los nombres de sus padres y el chaval vuelve a casa, donde pronto comenzará a respirar con normalidad (esto es, por la nariz). "Es que antes te nos ahogabas" -le cuenta su padre.

Tras unos meses o incluso casi un año de relativa normalidad, en los diez años que siguen, ya en el colegio, la congestión nasal, las gripes sucesivas (no perdona una), los catarros "de pecho" y "de nariz" regresan y ya no le abandonan, salvo ocasionalmente (algunas semanas o meses, normalmente en verano).

Entre los 12 y los 18 años, el muchacho se vuelve un tanto fotófobo y desarrolla una fuerte conjuntivitis folicular. Las caminatas matutinas al instituto se saldan con escozor y lagrimeo intenso, y una nariz de donde manan los mocos sin pausa tras varias salvas de estornudos. La situación se hace particularmente incómoda cuando llega al aula y ha de mostrarse a los compañeros en un estado lamentable, que cree debe esconder.

A los 19, el chico pide cita con su médico de cabecera, quien le deriva a un especialista en otorrinolaringología, quien le diagnostica rinitis alérgica. El muchacho, cuando tiene en torno a veintitantos años, se percata además de que no puede estar cerca de un gato, y en un espacio cerrado ni aun oír hablar del minino: le pican los ojos, la piel de los brazos le escuece y comienza a estornudar y moquear.

La rinitis alérgica recurrente y, en ciertos episodios, exacerbada, le va conduciendo a una rinosinusitis crónica que se convierte, y él tiende a asumirlo con estoicismo e incluso con cierta dosis de victimismo conformista, en parte de sí mismo. Tampoco su voz es la que solía ser, y siempre habla con una entonación nasal acusada, además de sufrir disfonía con cierta frecuencia, lo cual le impide hablar y hacerse oír en sus círculos habituales. Continúan la disfonía, la rinorrea (producción superabundante de moco), pero puede que la conjuntivitis se atenúe un tanto cuando enfila la treintena.

Aún puede oler, tanto las cosas agradables como las que no lo son tanto. Pero le queda poco tiempo antes de que pierda la función olfativa (él cree que irreversiblemente).

Continúa con trastornos alérgicos de mucosas respiratorias, piel y ojos. Le recetan antiinflamatorios y antihistamínicos -una sustancia glucocorticoidea (betametasona), para la inflamación de las vías respiratorias, y dexclorfeniramina, para los picores y la reacción al antígeno de gato y otros alérgenos diarios.

A la postre, cae en la cuenta de que lleva tiempo tragando mocos y más mocos. Eso se denomina goteo postnasal o goteo nasal posterior. En su caso no tiene reflujo gastroesofágico. El goteo posnasal puede estar asociado a anomalías anatómicas como una hipertrofia o deformación de los cornetes nasales (una especie de turbinas de tejido que regulan y humidifican el aire al paso por la nariz hacia los pulmones), a la presencia de pólipos nasales u otras causas.

Un año después, poco más o menos, pierde casi inadvertidamente la capacidad olfativa, deja de oler y deja de saborear el alimento como antes. Su constitución física cambia. No siente el mismo entusiasmo por la comida. Pierde peso, pierde masa muscular y le cuesta volver ganarla mediante el ejercicio. Incluso, durante una actividad intensa, piensa que ha cogido una bronquitis pasajera; el pecho hace ruidos extraños, tiene flemas, tose con más frecuencia que antes, y cuando respira emite sibilancias (silbidos muy prolongados aunque ya haya dejado de respirar voluntariamente). Arrastra un cargamento de kleenex allá donde va. Y eso le ofusca sobremanera. Cuando hace frío intenso, se ríe, se enfada o se le da por tocar a un gato, el pecho vuelve a cargársele y empieza otra vez ese molesto son de gaita que le surge del pecho.

En una visita ulterior al ambulatorio le derivan al neumólogo, de quien recibe la primicia -no del todo inesperada- de que debe irse acostumbrando a vivir con su nuevo amigo (o amiga): el asma bronquial. La buena noticia es que está bastante "bajo control" y es "moderada". "La mala es que es para siempre" - le dice afablemente el alentador practicante. "Bueno, ya sabe usted, esto es lo que nosotros llamamos un asma bronquial de larga evolución. Vaya acostumbrándose a vivir con su broncoconstricción moderada -hay casos peores, verá, usted tiene relativa suerte; no ha estado ingresado nunca por crisis asmática- y tenga los dos inhaladores siempre a mano, tanto el de demanda como el de rescate."Sale de la consulta convencido de que su asma es un proceso hiperreactivo intrínseco de su mucosa respiratoria y de su sistema inmune.

En otras palabras, que reacciona mucho a sí mismo y al exterior, que tiene un organismo demasiado susceptible a ciertos estímulos.

Un buen verano, buscando opciones, el asmático "de larga evolución" se harta de "evolucionar", y decide soslayar la admonición realista del neumólogo -no sin vacilación. A ver qué pasa. Churchill (¿fue él?) decía que si siempre haces lo mismo nunca conseguirás nada distinto.

Se encuentra, pues, casi por causalidad ("la oportunidad aparece para una persona alerta"), un gabinete neumológico privado, paga 60 o 70 euros y le dicen que hay que cambiar el inhalador por otro producto mejor. Que en efecto el asma suya es de largo recorrido, pero que no tiene porqué ser una carrera de velocidad.

Le prueban la capacidad pulmonar con un respirómetro. No es un atleta.

En efecto, los cornetes están inflamados y hay pólipos emergiendo de uno de ellos y creciendo hasta taparle los nervios olfativos. "Si pudiera volver a oler" -piensa, y lo dice en voz alta. Antes de someterse a una operación, le recomienda otra opinión más. La doctora le alarga una tarjeta. "Te recomiendo que vayas a éste. Luego de lo que él te diga, valoramos lo de extirpar los pólipos". Además, le convence para que pida unas pruebas completas de alergia en su centro de salud y le manda a pincharse un antiinflamatorio de efecto prolongado.

Un día o dos después ya ha pedido cita en el nuevo otorrino. Le atiende una tarde.

Le tiene allí alrededor de una hora. "Hay pólipos. Éstos te tapan los nervios olfativos, ¿ves?" -se lo enseña en el monitor. "Esto nunca me lo hicieron en el ambulatorio" -le dice él al doctor. Le receta un nebulizador con corticoide nasal, propionato de fluticasona: "Ponte esto dos veces al día en los dos agujeros de la nariz, y ve a la playa; el 25 de agosto hablamos".

A la semana, incrédulo, el asmático "largoevolutivo" recupera el olfato tras 10 años de anosmia galopante, vuelve a oler el mar, y hasta duerme bien por las noches, no oye gaitas pectorales ni traga mocos, ni tose como un desahuciado. "Los 70 euros pagados esta segunda vez valieron la pena. Vaya si la valieron. Deberían hacerle un monumento a este tipo" - piensa acerca del otorrino.

El 25 de agosto vuelve a la consulta. El otorrino le examina con fibra óptica el interior de la nariz: "Ni rastro de los pólipos" - anuncia el especialista en nariz y oído (realmente, un excelente generalista del respiratorio). No le cobró la segunda consulta. Su evolución como asmático de fondo continúa en la sanidad pública, y en la privada mientras le duren los ahorros...