El terrorismo tiene, además de sus múltiples consecuencias, un efecto social devastador. Mas allá del miedo que genera en la población, de la preocupación por combatirlo en las agendas políticas y programas de Estado, su efecto social es de una magnitud alarmante.

La crisis migratoria que vive Europa, sin precedentes posteriores a la Segunda Guerra Mundial, enfrenta a las víctimas con una sociedad cada vez mas confundida.

Según un informe de UNHCR, el 85 % de los refugiados que llegan al continente provienen de Siria, Irak, Afganistán y Somalia. Sitios ocupados por agrupaciones terroristas, generadores de las guerras y la miseria que obliga a miles de ciudadanos a escapar de sus lugares de origen.

El temor a que, infiltrados entre los refugiados que piden asilo, haya terroristas ha comenzado a crecer en el run run colectivo. La violencia y el rechazo, cobran forma de palabras y las redes sociales han sido las primeras en manifestar la oposición a las políticas de asilo. Pero en ellas no está el problema, hacerlo con todo el déficit que ya tienen estas medidas, sería como matar al mensajero.

El inconsciente colectivo no es propenso a racionalizar y comienza un ciclo en donde las noticias y algunos sucesos retroalimentan el miedo y el rechazo. Aceptar lo diferente, nunca ha sido una tarea sencilla, mucho menos su esa diferencia presupone erróneamente, un peligro.

El resurgimiento de agrupaciones de extrema derecha, por ejemplo, no hacen más que confirmar que el miedo ha confundido los sentidos y los refugiados se convierten nuevamente en víctimas de una ideología expulsiva y violenta.

Las aguas del Mediterráneo son testigo diario de la muerte, pero también lo es el desierto de Níger. Miles de personas que huyen de la guerra, la miseria y el hambre, pagan unos 250 € para poder acceder a una camioneta que los conduzca hasta Libia.

El sol abrazador, se estima se ha cobrado la vida de más migrantes que las del Mediterráneo, entre ellos cientos de niños.

En ese viaje de entre 12 y 15 horas, esas personas que hacinadas en un vehículo, pueden ser atacadas por entre otros, por grupos yihadistas. Llegar a Libia, es apenas, una parte del trayecto. El país que los recibe, si es que llegan, está sumido en una cruenta guerra y la frontera con Europa, es mucho más lejana de lo que supondrían 300 kilómetros.

La diversidad enriquece

La ayuda humanitaria, no debería entrar en debate, ni en lo político, ni en lo social. Debería ser una obligación tan moral que ni siquiera se prestase a discusiones. Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad de cada Estado están capacitados o deberían estarlo para evitar y prevenir situaciones de peligro.

Un refugiado no es un terrorista, ni lo serán sus hijos. Un terrorista puede hacerse pasar por refugiado, como un pederasta puede hacerse pasar por docente o sacerdote. No son el todo. No hacen al colectivo al que pertenecen.

Los inmigrantes que llegaron a Sudamérica escapando de la crisis de la postguerra española y de la Segunda Guerra Mundial, fueron la fuerza motriz para que países como Argentina comenzara una etapa de abundancia y prosperidad, que nunca más ha vuelto a vivir. Los hijos de esos migrantes, los que hoy llamaríamos "segundas generaciones", fueron los que se convirtieron en médicos, profesores, ingenieros, científicos y escritores. Fueron la generación que convirtió al estudio en una manera de progresar.

Con su forma de concebir la vida, iniciativa marcada por el camino de sus padres, esta generación fue la más productiva y fructífera del país.

Según ACNUR, a finales del año pasado había en todo el mundo 65,6 millones de personas desplazadas de manera forzosa de su lugar de origen.