A 24 kilómetros de Punta del Este, de sus afamadas playas y hoteles, a 24 kilómetros de las expresiones de máximo lujo del Uruguay, viven en Sauce de Portezuelo, Facundo, María y el recién nacido Salvador. Están construyendo una casa con sus manos, con barro, siguiendo instrucciones de manuales que sacan de internet y tomando los consejos de sus vecinos, que unos años atrás comenzaron una aventura similar.
Como en muchas estructuras narrativas, la historia de estos personajes tiene un inicio en calma, en una normalidad solo aparente. Dos años atrás Facundo y María vivían sin grandes dificultades en Montevideo.
Tenían algunas complicaciones para pagar un alquiler elevado, pero que siempre lograban cubrir; gozaban de muy variada actividad social, asados con amigos o escapadas a surfear; y aunque se sentían felizmente enamorados, en las noches, ciertas noches, afloraba una misma conversación que se repetía con alteraciones mínimas. Eran preguntas existenciales escondidas en reclamos mundanos: ¿por qué demoro 45 minutos en ir hasta el centro de la ciudad?, ¿tengo que ir hoy o puedo dejarlo para mañana?
Cuando María quedó embarazada, la idea de una crianza en la Naturaleza los empujó a dar el salto hacia la construcción de la casa.
Una pareja de amigos sería el ejemplo perfecto para desmentir el imposible de hacerlo por ellos mismos.
Sin ninguna experiencia previa, limpiaron un terreno que compraron con el dinero de sus ahorros. Para la tarea también compraron una motosierra que durante unos días creyeron que había venido fallada. Es que no tenían ni la más pálida idea de su uso, era tan grande el desconocimiento que tuvo que venir el vecino con sus saberes para descubrir el problema de la motosirra, simplemente estaba puesta la cadena al revés.
Entonces se abría el Segundo Acto de este relato. Con el deseo a la vista, una crianza en la Naturaleza, lo que siguió fueron una serie de obstáculos que superar.
Al principio acampaban en el terreno, hasta que hubo una especie de esqueleto con paredes de barro al que se animaron a entrar. Era un espacio muy rudimentario, sin baño y sin techo.
Tal vez por eso María se permitió engañar dos meses a sus padres, ocultándoles que se había ido a vivir al medio de la nada.
La confrontación con los padres se basaba en ejercicios retóricos: “¿cómo vas a quitarle a un niño todas las comodidades que puede gozar en la ciudad?” o “¿por qué nos alejás de nuestro nieto?”. Y luego las expresiones más desafiantes: “ya vas a darte cuenta, te va a agarrar una depresión, te vas a aburrir”.
En un segundo círculo de relaciones, los amigos traían sus cuestionamientos acerca de la distancia, los afectos podrían mutar.
En contrapartida a todos los miedos externos y autogenerados, la experiencia les devolvía a la pareja un estado de satisfacción que los animaba a seguir.
El embarazo fue una etapa que se volvió espiritual, sentían un quiebre con la cotidianidad y un cambio de ritmo con respecto a la vida en la ciudad. Conforme la panza crecía y la construcción avanzaba, se repetían como en un rezo amoroso “estamos construyendo tu casita”, así le hablaban al futuro Salvador.
Facundo y María creen que debió haber una transferencia invisible y espiritual, en esa criatura que se iba gestando en un ambiente silvestre, libre. Una trasferencia del entorno hacia la psicología del bebé.
Junto a la decisión de este nuevo estilo de vida surgieron otras revisiones. Su alimentación cambió a vegana, utilizan pañales ecológicos y optaron por no vacunar a sus hijos. Estas decisiones tienen un patrón común: devienen de personas que se están pensando.
Quieren elegir con autonomía sus destinos. Se piensan y viven en consecuencia. No parece tratarse en ellos de una actitud de rebeldía antisistémica. No parece tratarse tampoco de un ejemplo de felicidad resuelta, sino por el contrario, de un ejercicio, de un ensayo sólido de que existen otros caminos.
Acaso Salvador vino, justamente con ese nombre, a traer alguna respuesta a esas conversaciones nocturnas relativas a la existencia.