Hobbes, o mejor dicho, su Leviatán totalizador ha resurgido de entre las cenizas para erigirse como el nuevo ‘Gran Hermano’ orwelliano posmoderno; la demencial carnicería bélica que inundó el siglo XX no ha sido óbice para que el hombre del XXI entierre para siempre su dramática sumisión a un mesianismo infame, aquel que continúa propagándose como cáncer terminal en el interior mismo de la sociedades libres.

La adoración ceguera a hombres e ideas no es cosa del pasado

El mundo posmoderno no ha sabido desterrar a los infiernos a aquellos nuevos becerros de oro contemporáneos que se presentan soberbios como omnipotentes estatuas del Olimpo, símbolos preciados a los que hasta el último de los mortales tiene por imperativo rendirles pleitesía.

No han valido los fascismos –nacionalista y socialista, tanto monta, monta tanto– como escarmiento colectivo del horror sangriento provocado por la ceguera creencia hasta la inhumanidad en verdades únicas e incuestionables.

Habremos de analizar los motivos por los cuales tamañana quimera distópica se ha cernido sobre la realidad.

El materialismo científico, germen del marxismo, acabó con la conciliación entre religión y pensamiento

La armonía entre fe, razón y ciencia que el espiritualismo aristotélico-cristiano impregnó en la esencia del orden occidental durante centurias se fue al traste con el surgimiento de la concepción materialista cientificista, perversión pura de ciertos aspectos de la Ilustración primero y del pensamiento hegeliano después; todo lo que se había sintetizado entre idealismo y empirismo, toda la concepción de la indisoluble unidad espiritual entre cuerpo y alma fue destruida bajo la vil dialéctica de la reducción del hombre a mera materia, en línea con ciertos planteamientos de la Escuela Presocrática; el hombre, epicentro del pensamiento clásico, cristiano, renacentista e ilustrado, dejaba de ser la maravilla de la Creación para convertirse en mera materia susceptible de ser manipulada como medio para los más altos fines: suculento manjar para fanáticos visionarios deslumbrados por misiones heroicas, que podían desprenderse para siempre del cristiano ‘sentimiento de culpa’ que reprimía una agresividad que ya no era obstáculo para lograr sus particulares victorias.

Estos nuevos Alejandros, bajo una síntesis contra natura entre moral y materialismo –como si su herencia cristiana no dejara de atormentarles– ya comenzaron a cometer crímenes decapitando al rey de Francia y a miles de sus iguales, degradando los sagrados valores de Voltaire, Diderot y Rousseau, a los que vilipendiaron con escarnio al decir actuar en su nombre.

Ahí comenzó todo, desde el mismo instante en el que, en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad, practicaron lo que, precisamente, decían querer evitar: la barbarie más cruenta.

Su heredero, Karl Marx, selló el sendero de la hecatombe de los tiempos venideros mediante su dialéctica de confrontación entre grupos de hombres: el enemigo, durante todo el XX, fue el burgués; durante doce años, del 33 al 45, el judío: sí, el romanticismo supremacista anticristiano, reminiscencia viva del barbarismo altomedieval, conectaba indudablemente con ese nuevo materialismo de la era industrial.

El marxismo como concepción supuso el gran azote a Europa como civilización, desenterrando lo peor de los sofistas, del platonismo, del dogmatismo religioso y político, destruyendo para siempre aquel pacto de templanza entre razón y fe. Y aun caído el Muro de la Vergüenza, los designios de Marx se cumplieron con precisión: “Un fantasma recorre Europa: El fantasma del Comunismo”. Pero ya no entre el odio de las trincheras y gulags, sino en la, al final, más sutil de sus formas: la monopolización de la moral y la cultura.

El marxismo cultural ha dado alas negras a ideologías pseudocientíficas como el LGTB, contrarias a la ley natural pero con una amplia aceptación social

El materialismo marxista ha penetrado en la civilización controlando medios, gobierno, grupos de presión, nuevas tecnologías y, sobre todo, moral y cultura, representaciones mismas de la dignidad y la originalidad humanas.

Se ha erigido en adalid del sentimiento frente a la retórica milenaria de la razón pura y pragmática, manipulando los cerebros maquinizados del nuevo orden deshumanizado.

El LGTB es uno de los principales lobbies de índole materialista-buenista que, en connivencia con el poder ha propiciado el constructivismo, la ingeniería social, el desprecio a la naturaleza como esencia misma del hombre, degradando la imagen de la mujer (en su relación íntima con el feminismo más recalcitrante) como ser acomplejado, y destruyendo por completo la intrínseca cualidad biológica de los sexos. Por no hablar de los ecologistas bárbaros, los fríos transhumanistas y el general clima de tolerancia al islam como respuesta a un odio execrable al cristianismo.

Y todo bajo la atmósfera imperturbable de la corrección política, hija bastarda del cientificismo materialista marxista.

Únicamente comprendiendo la falacia del marxismo cultural como ángel caído de la modernidad podremos vencer a tal diabólica serpiente. Sólo desde la batalla del pensamiento crítico este grotesco ‘Mundo Feliz’ huxleyano podrá derrumbarse para siempre. Después de todo, ya derrumbamos un muro. Podremos volver a hacerlo.