Me acerque al film para ver imágenes, miradas eternas, enmarcadas en nuestra retina. La fotografía de Alberto García Alix siempre me ha acompañado como un conjunto de memoria –de una época que yo no viví- pero que en mi imaginario –yo era un niño-adolescente- se veía como una época feliz de modernidad, pero que detrás de los muros escondía demasiada heroína –y digo bien demasiada, porque sobre las drogas habría mucho que matizar y no soy un moralista.

Siempre es necesario, como una sesión de espiritualidad callejera encontrarse con las imágenes de Alix, sucias, perversas y sugerentes de una época.

Un conjunto de retratos del extremo del glamour, aquel que se impregnaba con la mierda, mucho más real, pero también con la vida, mucho más honesta. Por su objetivo pasó toda la movida, y un montón de putas, travelos, yonquis, maricones, rockers... y el mismo bajo todas las mirillas: canalla, roto, travestido, humillado, delirante, épico, con mono, acuchillado... Todos esos retratos queridos y amados, todos parte de una misma fábula. Esas imágenes están en la película de Combarro, y sobre todo el retrato parlante de Alberto –quizás demasiado tiempo en cámara. Al fin y al cabo Combarro quiso hacer su propio retrato de Alberto.