Viajar en tiempo, de momento, no es posible; crear una realidad alternativa, hoy por hoy, tampoco es una opción que se pueda contemplar como realista; sin embargo, vivir la experiencia de una utopía es plausible, al menos, durante una semana al año en el desierto Black Rock de Nevada. Black Rock City (BRC) es la ciudad temporal que alberga el Burning Man Festival; si, en efecto, es una ciudad temporal porque solo se constituye durante una semana para volverse a desvanecer con el final de este singular evento lúdico. Y es singular porque esta ciudad no es considerada como un municipio, ni tiene gobierno y, además, en ella está prohibida la publicidad y el comercio; se sobrevive mediante el truque o, en ocasiones, con dádivas o gratificaciones pues una de sus normas es tener la generosidad de regalar.

Esta comunidad temporal, que ha llegado a superar las 50.000 personas, celebra en la noche del sábado uno de los actos centrales de la congregación que es, ni más ni menos, una representación de la figura de un hombre construido de madera que arde con una escenografía muy cuidada de fuegos artificiales mientras los ciudadanos temporales expresan la alegría de vivir y de gozar de un espectáculo único y original en un espacio tan particular como es el desierto. Tras este acto, el domingo, y con un contraste brutal, queda un templo, también construido de madera, que se eleva en el mismo espacio, pero, a diferencia, de la noche del sábado este edificio arde en el silencio más absoluto porque es un acto en memoria de las personas que han fallecido.

Larry Harvey, uno de los fundadores del festival que está organizado por la compañía Black Rock City, LLC, explica que la convivencia del un colectivo de personas en un espacio como el desierto y con las condiciones implícitas en la participación del Festival supone “un experimento en comunidad, de autoexpresión y autosuficiencia radical" que rompe con la rutina.

'Leave no trace'

En este sentido, Harvey desgrana detalles que le confieren al espacio y al evento un plus de autenticidad, pedigrí y prestigio como el hecho de ser fieles al mandato del ‘leave no trace’, es decir no dejar rastro ecológico; de hecho en el transcurso del evento el área permanece absolutamente limpia y, del mismo modo, al finalizar la zona ocupada por la ciudad temporal recupera su estado original sin ser capaces de advertir el paso de más de cincuenta mil personas que habitualmente se reúnen en este evento.

Harvey recalca la no existencia de actividades comerciales, ni de dinero y, en efecto, solo se permite vender hielo y café mientras que incide en el contrapunto de favorecer el arte al extremo de ofrecer becas a jóvenes artistas para que expresen su creatividad en el marco del festival. Aunque parezca inverosímil en la sociedad del siglo XXI este festival no cuenta con ningún soporte publicitario convencional.

La convivencia adquiere un cariz, especialmente, equitativo y equilibrado entre los participantes en este festival porque las normas para comportarse en el día a día se alejan las corrientes. Así las palabras para obtener comida o enseres son trueque, compartir o regalar en la línea de la contracultura de los años sesenta vinculada a los hippies.

En esta línea, Harvey concluye que en un contexto como el que posibilita este festival las “preocupaciones” y la situaciones de “estrés” no son posibles porque “cuando no hay dinero” y existe el libre albedrío las personas son felices. Arte y música exentos de los problemas de la trepidante vida entre guerras y problemas se traduce en un sentimiento de felicidad y paz que colma de satisfación a los participantes.

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