Hacia mucho tiempo que no oíamos hablar del Cine italiano. Mientras los nombres (re)conocidos no hacen películas, el cine italiano parece desaparecer. Debido a esta situación, de repente nos llegan dos películas de muy distinta factura, dos caras de un mismo cine, como el dios Jano de la mitología romana.

Comenzaremos por la cara buena: Mía Madre. Nanni Moretti es uno de los cineastas contemporáneos que más respeta quien esto escribe. Sus películas, partiendo de la autobiografía, siempre cercanas a los problemas reales, cuestionándose en todo momento a si mismo y al (su) cine.

Y todo esto se resume, como no podía ser de otra manera, en su última película. En ella, una directora en medio de un importante rodaje con estrella internacional sufre el comienzo de un divorcio y la lenta muerte de su madre, además de los problemas para afrontar de manera sincera una película sobre la lucha de clases en una fábrica. Ambas tramas, la personal y la laboral están unidas por un hilo muy fino, casi imperceptible, y que hace encomiable el trabajo de Moretti y sus co-guionistas Piccolo y Santella. La directora, siempre negativa, critica, obsesiva y controladora, irá descubriendo su personalidad al tener que afrontar la muerte de su madre y la relación que ha tenido con ella, y ahora con su hija adolescente.

El retrato (y la actuación ofrecida por Margherita Buy) son de un esfuerzo encomiable ante una gran complejidad, pero pasa con cierta ligereza ante la decisión de Moretti de dividir el film entre comedia y drama. Algo que ya hiciera de manera similar Woody Allen en Delitos y faltas (1989) pasado por el filtro socialista del Godard de Pasión (1982), ambos con el metacine y el problema de la representación de fondo.

Así pues, Mia Madre, oscila entre la comedia del Show business que puede llegar a ser el cine, y el drama que es la vida. Y lo interesante es como esta división inicial no puede entenderse sin su reverso, porque si no hay comedia en la vida y no hay drama en el cine, es imposible afrontar cualquier problemática.

Pese a lograr los premios de mejor película, director y actor en los Premios del Cine Europeo (algo que parece hecho para vender un cine europeo con posibilidades en el exterior), La juventud de Paolo Sorrentino, es una (ba)l(d)osa más del camino de un cineasta que está perdiendo originalidad y discurso, acomodándose en aquello que mejor le ha funcionado y repitiendo fórmulas con aires más pretenciosos en su vacua profundidad.

El discurso crítico de “todo sigue igual” que enarbolaba la felliniana La gran belleza, aquí es una suma de clichés metafóricos fáciles donde el poder de la impresión y el hipnotismo del vacío ocultan un discurso muy pobre que el cineasta todavía no tiene la experiencia para abordar como es debido. Michael Caine hace de un director de orquesta jubilado, su amigo Harvey Keitel es un director de cine buscando su “película epitafio”, como el mismo la llama. Veremos a esos personajes como Caine y Keitel, no como a quienes interpretan, y eso ya dice mucho de lo que logra el film, ser un buen artefacto de exhibición (el regodeo sobre la figura de Maradona ya es el súmmum) sobre la decadencia de este mundo donde quien puede se refugia en un hotel-balneario de los Alpes.

Y esto funcionaria si Sorrentino no se hubiese encariñado con sus personajes, y estos fueran una sátira, como Gambardella en su film anterior. Un cineasta hábil y tramposo, pero también muy irónico, aunque esta vez demasiado pagado de si mismo.